Ethan se quedó de pie, frente a la isla de mármol de su cocina, con el vaso aún en la mano, vacío. El calor que Eirin había dejado impregnado en su cuerpo seguía palpitando en cada fibra. No era sólo deseo, era algo más profundo, más peligroso. Y lo sabía.
Ella lo miraba desde el sofá, envuelta en una sábana blanca que había tomado del dormitorio tras su última explosión de deseo. No hablaban. No aún. Menos después de la interrogante que ella le hizo y se negó a contestar. El aire entre ellos era espeso, cargado con las preguntas que aún faltaban por hacer y las respuestas que debían ser satisfechas pero dolían.
Pero Eirin no podía postergarlo más. Necesitaba saber.
—¿Desde cuándo sabías que estaba casada con Orestes? —preguntó, sin rodeos.
Ethan no pareció sorprendido. Ladeó apenas el rostro, como si hubiera anticipado la pregunta desde que sintió sus dedos recorrer los cajones de su oficina esa tarde.
—Desde antes de conocerte en persona —admitió con frialdad.
El silencio posterior