La suite principal de los Manchester tenía un silencio cargado, como si las paredes ya supieran lo que se avecinaba. Eirin caminaba descalza por el suelo de mármol blanco, con una bata de satén que apenas rozaba sus muslos. El perfume amaderado de Orestes todavía impregnaba el aire, y su cepillo de dientes seguía en el lugar de siempre. Nada había cambiado en apariencia. Pero ella sí había cambiado. Ya no era una mujer atrapada: era una mujer infiltrada.
Mientras el sistema de seguridad le mostraba la imagen en tiempo real del vestíbulo —vacío—, Eirin deslizaba una microcámara en el marco del cuadro más grande del despacho. Luego, abrió el falso fondo del cajón central del escritorio de Orestes. Ahí, entre papeles de cuentas y contratos, colocó un pequeño grabador digital.
Se movía con la calma fría de quien sabe que el más leve error podría costarle la vida. Sus ojos estaban encendidos, calculadores. Pensaba en Ethan. En la noche larga. En el juego de piezas que estaba en marcha. Hab