Más tarde, en un parque desierto, bajo el abrigo de la niebla nocturna, Eirin dejó el sobre en manos de un contacto. Una mujer de cabello trenzado, rostro oculto bajo un sombrero ancho. Intercambiaron apenas tres palabras.
—Esto tiene veneno —advirtió Eirin.
—Entonces sabrá que fue personal.
Y se alejó sin mirar atrás.
Esa noche, de regreso en el refugio, Ethan esperaba en la sala. Tenía una copa de whisky en la mano y la mirada clavada en el fuego de la chimenea. Eirin entró sin hacer ruido. Se sentó a su lado.
Por un rato, ninguno habló.
—¿Qué hiciste? —preguntó él al fin.
—Empujé la primera ficha —respondió Eirin.
—¿Y ahora?
Ella se volvió hacia él. Lo miró como si pudiera ver el fondo de su alma.
—Ahora viene lo interesante.
Él estiró la mano, buscándola. Ella la tomó, y sus dedos se entrelazaron. Pero no se besaron. No aún. Porque sabían que el deseo era una llama peligrosa, y que la guerra aún no había terminado.
—Eirin...
—Dime.
—Si él te encuentra antes que nosotros ganemos...