El salón principal de la mansión de Orestes olía a cuero, madera antigua y humo de habano. Afuera, la ciudad vibraba con el pulso del poder disfrazado de estabilidad, pero dentro, el ambiente era de tensión contenida. Como una jaula de leones recién alimentados.

Lionel entró despacio, con la mirada baja, el paso contenido y las manos aún cubiertas por vendas. Llevaba un traje gris oscuro, perfectamente ajustado, que apenas disimulaba los moretones en su cuello. Su andar era ligeramente cojo. Pero su máscara, en cambio, estaba intacta: dejaba ver una mezcla perfecta de humildad y obediencia resignada.

Orestes lo esperaba frente a la chimenea encendida, con una copa en la mano y su habitual presencia tallada en mármol. Llevaba un abrigo de cashmere negro, impecable como siempre, con un alfiler de oro en la solapa.

—No imaginé que volverías a caminar tan pronto —dijo sin girarse, observando las llamas como si leyera profecías entre ellas.

Lionel se detuvo a unos pasos.

—Lo tomé como una