Capítulo 5
Alianzas peligrosas. Isabela abrió sus ojos lentamente, la sensación de ardor en la cabeza. En los brazos. En el pecho. Su cuerpo entero se sentía ajeno, como si no le perteneciera. Parpadeó varias veces antes de lograr enfocar la luz blanca del techo, el contorno de un cuarto, el frío de las sábanas. Estaba viva. Quiso moverse, pero el dolor punzante en su costado se lo impidió. Soltó un gemido ahogado y cerró los ojos por un instante, tratando de recordar lo qué había pasado. El coche volcado. El impacto. La risa de Valeria. El aire desgarrado. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero lo único que tenía claro era la risa de Valeria segundos antes del colapso. De pronto, una silueta, borrosa al principio. Una figura masculina recortada contra la luz dorada del atardecer. El contorno de sus hombros, anchos y firmes, se delineaba como una estatua cincelada por manos expertas. Isabela entrecerró los ojos, aún medio adormecida, pensando que seguía atrapada en un sueño. ¿Cómo podía alguien irradiar tanta autoridad sin siquiera moverse? El traje oscuro ceñía su cuerpo como una segunda piel. La camisa desabotonada en el cuello dejaba asomar la línea tensa de su garganta. El perfil perfecto. El cabello ligeramente revuelto, como si el viento se hubiese tomado la libertad de acariciarlo antes que ella. Gabriel. Era él. Pero no el hombre que recordaba. No el que se mantenía al margen, en silencio, siempre con la distancia precisa para no mezclarse con su mundo. No el que estaba postrado en una silla de ruedas y ocupado en negocios, invisible a su vida diaria. Era otro. Un hombre completo. Imponente. Intocable. Su estómago se encogió. Una chispa, absurda e involuntaria, le recorrió la piel. ¿Desde cuándo su mirada se demoraba así por él? ¿Desde cuándo lo observaba como a un extraño seductor, y no como a su casi hermano? ese hombre que en su niñez fue adoptado por su padre. Una punzada de culpa la hizo desviar la mirada. Se recriminó en silencio. Estaba herida, vulnerable, confundida. No era el momento. No era correcto. Pero su mente no obedecía a la lógica. Ni sus ojos a la moral. Había algo en él que le desordenaba el alma. Y eso la asustaba más que el dolor en su cuerpo. Isabela frunció el ceño, forzando la vista. —¿Gabriel? —susurró, en un hilo de voz. Él giró lentamente hacia ella, sin apuro, sin vacilar. Pero lo que la hizo contener el aliento no fue su presencia. Fue que él ya no estaba en su silla de ruedas... Estaba de pie, y esta vez sabía que no lo estaba soñando. Isabela lo miró, incrédula. La confusión dibujada en cada línea de su rostro. —¿Cómo…? Tú… —balbuceó. Gabriel la observó con calma. Su mirada era la misma que le había dedicado en la fiesta: firme, inescrutable, peligrosa. —¿Te preguntas si puedo caminar? No —respondió con su voz ronca—, solo puedo mantenerme en pie. Pero no es suficiente para dar un paso. Todavía... parece que el problema de mis piernas ya no parece ser tan severo —dijo, con una voz tranquila, incluso serena. Isabela parpadeó, intentando procesar. Cada parte de ella temblaba, pero no sabía si por el dolor físico o por la presencia de Gabriel. —¿Por qué nadie... lo sabe? Gabriel sonrió. Pero no fue una sonrisa cálida. Fue una mueca torcida, helada, carente de cualquier humanidad. —Solo tú lo sabes ahora —respondió—. Y nadie más puede saberlo. Ni médicos, ni tu padre, ni Valeria. Nadie. Ella sintió un nudo en la garganta. —¿Por qué yo? Él se sentó nuevamente en su silla con dificultad, y se acercó a ella suavemente. No la tocó. Ni siquiera bajó la voz. Pero su cercanía le heló la sangre. —Porque tengo planes contigo, Isabela —susurró con total confianza —. Una alianza. Isabela tragó saliva con dificultad. Quiso apartarse, pero su cuerpo no le obedecía. —¿Que... ¿Qué clase de alianza? —tartamudeó, nerviosa. Gabriel se incorporó de nuevo. Acercándose más a su rostro, como si estuviera cómodo, como si todo eso le divirtiera. —Una alianza de esas que no se pueden evitar, Isabela —bajó su tono de voz, a uno casi seductor—. No después de lo que hiciste. —¿Qué hice? —la voz le salió rota. Él la miró de reojo, con una dureza nueva. —Tu reputación está destruida en estos momentosñ. Desapareciste el día de tu boda. Luego, el accidente. Y Valeria… ella se encargó de contarles a todos que fuiste tú quien provocó el choque. Que querías matarla. Isabela abrió los ojos de par en par. El corazón le palpitaba en los oídos. —Eso es mentira, yo... —jadeó—. ¡Ella… ella se cruzó en mi camino! Yo la vi. ¡Fue a propósito! Gabriel ladeó la cabeza, fingiendo curiosidad. —Tal vez. Pero tú no tienes pruebas. Ni testigos. Ni aliados. ¿Quién va a creer en ti? —¿Y tú? —preguntó, buscando un atisbo de compasión en sus ojos. Gabriel la miró fijamente. —Yo solo creo en lo útil. Y quiero creer que tú… todavía lo eres. Isabela cerró los ojos. Se sintió atrapada en una telaraña invisible. Gabriel ya no era el mismo hombre roto que se fue al extranjero. Era más frío, mucho más calculador. Tragó saliva. Sus manos temblaban sobre la sábana arrugada –él lo notó–. La presión en su pecho era insoportable. —Esto fue una trampa —murmuró, más para sí que para él—. Todo esto… Gabriel no respondió. Se limitó a observarla, como si aguardara que ella completara el rompecabezas. —Valeria… —susurró Isabela, con el rostro endurecido—. Ella me tendió una trampa. Sabía lo que hacía. Me provocó, me siguió, me llevó directo al accidente. —Y tú caíste —añadió Gabriel, sin piedad. Isabela lo miró con rabia. Pero también con impotencia. —¿Qué quiere ella? ¿Destruirme? —Ya lo hizo —respondió él con frialdad—. Y lo logró con precisión. Te dejaron en la calle, sola, sin credibilidad, sin aliados. En este momento, eres una carga para todos. Para tu familia. Para tu prometido. Para la prensa. Isabela apretó los dientes. Una lágrima cayó por su mejilla, pero la ignoró. —¿Qué es lo que quieres tú? —le preguntó, con la voz ronca. Gabriel se tomó su tiempo antes de responder. —Una alianza. Ella frunció el ceño. —¿Qué clase de alianza? —Una que te salve la vida… y me salve a mí —dijo con una mirada cargada de malicia—. Te explico: tú necesitas una salida de la tormenta que se te viene encima. Y yo necesito una esposa lo antes posible. Isabela lo miró fijamente, incrédula. —¿Una esposa? —Oficialmente. Sí. Solo ante la sociedad —Gabriel se inclinó más hacia ella—. Una unión que me permita recuperar el control de lo que me pertenece. Y a ti… devolverte lo que te arrebataron. A Isabela le costó tragar saliva. Su garganta se secó por completo al escuchar su propuesta. —¿Y qué exactamente crees que me han arrebatado? —Todo, tu madre, tu vida, tu dignidad... tú dinero. Gabriel sacó su celular del bolsillo de su chaqueta. Buscó algo durante unos segundos. Luego, acercó el dispositivo a su rostro. —Escucha esto. Pulsó reproducir. La voz era clara. Inconfundible. 》"No voy a permitir que esa infeliz arruine lo que construimos durante años con esfuerzo. No es mi hija. Nunca lo fue. Que se pudra en la cárcel si quiere. No volverá a tener nada de mi parte" Isabela sintió cómo se le helaba la sangre poco a poco. —Adrián… —susurró. Su mundo entero se resquebrajaba. —Tu padre te negó —dijo Gabriel con su tonito déspota—. No va a mover un solo dedo por ti a partir de ahora. Es un maldito Judas. ¿Lo ves ahora? No te queda nadie. Excepto yo. Isabela desvió la mirada. Las palabras de Gabriel martillaban en su mente. Cada frase, cada silencio le taladraba el pecho con una fuerza brutal. —Qui... Quiero saber que pasa si me niego a tu propuesta —comentó Isabela con voz temblorosa y Gabriel ladeó una sonrisa serena. —Te quedas sola, Isabela —se acercó aun más, su aliento tibio y fresco rozando ligeramente su oreja. Ella cerró sus ojos—. Velo de esta forma, a mi lado nadie se atreverá a tocarte. Tú ganas protección, venganza y yo... yo recupero lo que me pertenece. Flashback: Tenía nueve años cuando los perdió. Un accidente en carretera. Un camión sin frenos. Dos cuerpos destrozados y una infancia truncada. Gabriel apenas entendía la magnitud de la muerte, pero sí entendió la soledad que le siguió. La casa quedó en silencio. El calor de su madre, la voz ronca de su padre… borrados por completo. Lo que vino después fue aun peor. Adrián Martínez, el mejor amigo y socio de su padre apareció en medio del funeral, con traje caro y palabras huecas. Dijo que lo cuidaría como a un hijo. Que le ayudaría a recuperar la movilidad de sus piernas y le daría un hogar. Pero Gabriel, incluso a su corta edad, lo notó. La mirada impaciente. El gesto medido. Las preguntas sobre herencias, seguros, testamentos. Nada en ese hombre se sentía genuino. La mansión a la que fue llevado era imponente. Techos altos, mármol por todas partes, cuadros antiguos colgados como trofeos. Pero el ambiente era de hielo. Adrián nunca lo miraba como un niño. Lo trataba como un proyecto. Un molde que debía llenar: “No llores. No hables de ellos. No seas débil”, le repetía cada día. Gabriel aprendió a sobrevivir en silencio. A sonreír cuando debía. A obedecer sin protestar. A esconder sus verdaderos pensamientos. Porque sabía que no lo habían adoptado por amor. Lo habían adoptado para usarlo. Y él… nunca lo olvidó. Fin del Flashback. —Acepto —respondió Isabela y lo miró fijamente a los ojos—. Acepto tu propuesta. Me casaré contigo, pero debemos estipular reglas. La respuesta de Isabela, causó en Gabriel una satisfacción que le fue imposible dejar de exteriorizar. Esa unión de dos almas presas del resentimiento marcaría el comienzo de una batalla de voluntades, pues aunque se tratara de un matrimonio por conveniencia entre ellos, la atracción era un elemento considerable y si estaban movidos por el odio a un mismo objetivo, su unión se convertía en una promesa de destrucción donde ninguno de los dos sabía quien saldría victorioso o más dañado. Y como quien que no tienen nada que perder, la venganza será su única aliada, mientras la atracción promete dejar huellas.