No volví a mirar sus rostros.
Simplemente me di la vuelta y entré al quirófano.
Había estado esperando este momento… no porque lo deseara, sino porque sabía que marcaría un antes y un después.
Acostada sobre la camilla helada, sentí cómo una vida se iba de mí.
Una vida que nadie había querido… pero que yo, aún así, lloré al perder.
Las lágrimas brotaron solas, incontenibles.
No por miedo.
Sino por dolor.
Cuando desperté, dos siluetas se dibujaban borrosas ante mis ojos.
—Elena… perdónanos, llegamos tarde. Mamá está aquí, ya pasó todo —susurró mi madre, acariciando mi cabello con una ternura que jamás había sentido.
Le sonreí apenas, y en ese instante, ella se quebró por completo.
Mi padre, con el rostro tenso, los ojos encendidos de rabia y tristeza, murmuró entre dientes:
—Mi niña, juro que ninguno de los que te hicieron daño se va a quedar impune.
—Tienes a papá y a mamá. Nadie volverá a tocarte ni lastimarte. Te lo prometemos. Siempre estaremos contigo.
En ese instante, supe que por