Durante su estancia en el extranjero, Andrés no podía quitarse de encima una sensación extraña.
Algo no encajaba.
Recordaba la forma en que Elena lo miró ese día, antes de que él partiera con Adriana.
Su calma era tan antinatural, tan contenida, que por primera vez en mucho tiempo… Andrés se sintió inseguro.
Le había llamado más de diez veces y no obtuvo respuesta.
Ese silencio, esa ausencia repentina, le provocaba un cosquilleo incómodo en el pecho.
Finalmente, tomó la decisión: volvería a casa.
—Andresito… no te vayas, ¿cómo voy a estar sola aquí? Estoy asustada… —sollozaba Adriana, con los ojos llenos de lágrimas.
Su voz temblorosa y la manera en que se abrazaba a él le hacían difícil resistirse.
Andrés la apretó entre sus brazos, como para calmarla.
—Solo será un momento, iré a verla y volveré rápido. Prometido.
Pero eso solo hizo que Adriana llorara más fuerte.
—Elena tiene a tu madre, a la señora de servicio, a todos. Pero yo… yo solo te tengo a ti. Si te vas, ¿qué va a ser de mí