En ese momento, sonó el timbre.
Era un repartidor, cargando varias bolsas y cajas; todas a nombre de Adriana Falcón.
Ella pasó por mi lado con total soltura y comenzó a abrir los paquetes uno por uno, con una sonrisa satisfecha.
—Todo esto lo eligió Andresito, con tanto cuidado… No quería que yo me sintiera incómoda durante el embarazo, prácticamente quiso traerme todo el centro comercial —decía con voz mimada, levantando una manta, unos zapatitos, cremas y más.
Luego tomó una cajita más pequeña, la miró de reojo y me la extendió con desdén.
—Creo que esto es un regalo promocional. Mi bebé no lo necesita. ¿Lo quieres?
Andrés la fulminó con la mirada.
—¡Adriana, ya basta!
Pero ella no se inmutó. Al contrario, se abrazó de su brazo con aire inocente.
—Ay, no me hables así, Andresito. Estoy sensible… Si me asustas, el bebé también se asusta.
Tan exagerada como ridícula, y, aun así… Andrés le creyó.
Se le borró la molestia del rostro, bajó la voz y le acarició la barriga con cuidado, como si tuviera miedo de que se rompiera.
¿Pero qué tan sensible puede ser un feto de apenas semanas?
No dije nada. Simplemente, me di la vuelta y regresé a mi habitación.
Fue ahí cuando me di cuenta de que… ese bebé que yo había esperado con tanto amor, había llegado en el momento equivocado.
Andrés me siguió. Cerró la puerta tras de sí y se cruzó de brazos, mirándome desde arriba.
—Elena, tú sabes bien cómo es la situación de Adriana. Si yo no la ayudo, literalmente no tiene cómo salir adelante.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —le respondí sin mirarlo.
—Eres mi esposa, deberías entenderlo.
—¿Y si de verdad tuvieras algo con ella, entonces qué? ¿Yo ni siquiera habría tenido la oportunidad de casarme contigo?
Él no respondió.
Recordé claramente aquel día.
Adriana había aparecido con la prueba de embarazo en la mano, temblando y buscando consuelo. Sin pensarlo, se había arrojado a los brazos de Andrés, llorando con miedo, como si el mundo se le viniera abajo. Y, apenas un instante después, sus padres irrumpieron gritando que iban a matarla por deshonrar a la familia.
Andrés la protegió, claro, mientras ella temblaba como una hoja entre sus brazos.
La familia Falcón era de renombre, muy estricta. Un escándalo como ese… era inaceptable. Por eso, para protegerse, Adriana no dudó en decir que el hijo era de Andrés.
Y él… ¡lo aceptó!
—Elena, lo único que importa es que yo sé que el hijo que tú esperas sí es mío. Lo que digan los demás, no importa —dijo él, como si eso solucionara algo.
Sentí que algo dentro de mí se apagaba. Aun así, no pude evitar preguntar:
—¿Y por qué ella no puede abortar?
—Adriana quiere tener a su hijo.
—¿Y acaso crees que yo no quiero al mío? ¿Solo porque ella tiene miedo de que digan que su bebé es ilegítimo… el nuestro entonces sí puede serlo?
—Elena…
—Así que su hijo será el «oficial», y el mío será el bastardo. ¿Eso estás diciendo?
Ya no lloraba. Lo miraba de frente, con una rabia fría que me recorría el cuerpo.
Andrés apretó los labios, mientras en sus ojos se formaba una tormenta que no terminaba de estallar.
—No importa lo que digan. Ese bebé es mío, y tú eres mi esposa. Nada de eso cambia, Elena. Solo te pido que seas razonable.
—¿Razonable? ¿Como tú, que decides solo y me vienes a exigir comprensión?
—Adriana siempre ha sido una chica buena, pura. No merece que hablen mal de ella.
Ahí lo entendí todo.
Ella no podía. Pero yo sí.
Yo era la que tenía que cargar con todo.