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Había pasado una semana. La nueva casa de Hori en las afueras de la ciudad era espaciosa, de adobe bien revocado y techo de paja gruesa, mucho más grande que la humilde vivienda en el barrio del puerto. En el centro de la habitación principal, un brasero de cobre emitía un calor agradable, disipando el frío de la noche. Sus hijos dormían plácidamente en esteras individuales, cubiertos con mantas de lana suave, algo que antes no podían permitirse. Renenutet yacía a su lado en una cama de madera elevada, su respiración era tranquila y profunda, sin la tos persistente que la había atormentado durante meses. El silencio de la casa, alejada del bullicio del puerto, debería haber sido un consuelo, una bendición. Pero para Hori, era una tortura.
Estaba sentado en el suelo de piedra, junto al brasero, con la espalda apoyada en la pared fría. En su regazo, un cofre de bronce, el mismo que Rekhmire había abierto para él. Estaba pesado. Lleno. Hori lo había abierto, contemplando las monedas d