El sol comenzaba a descender lentamente sobre el horizonte, tiñendo el cielo de tonos carmesí y dorado. La bruma del bosque, tenue y acariciadora, se alzaba con lentitud sobre el cruce fronterizo neutral, ese espacio sagrado acordado entre clanes, donde las armas estaban prohibidas y la palabra era ley.
Amara aguardaba en silencio junto a Lykos, ambos de pie junto al pilar de piedra lunar que marcaba el límite entre territorios. El símbolo ancestral de la tregua estaba tallado profundamente en el mármol blanco: una luna creciente entrelazada con un colmillo y una garra. A sus espaldas, Vania sostenía un pergamino sellado con cera violeta, mientras Arik, con la mirada alerta, observaba los árboles cercanos, atentos a cualquier signo de emboscada. —Han tardado —murmuró Arik, su tono grave cargado de cautela. —No es desconfianza —respondió Amara, con los ojos cerrados un instante—. Es costumbre. El retraso es parte del mensaje: no llegar