El eco del estruendo todavía vibraba en las paredes húmedas de la caverna cuando Lykos abrió los ojos. Su respiración era pesada, como si un hierro ardiente le oprimiera los pulmones. A su alrededor, el mundo parecía suspendido en un velo de humo y polvo: rocas desgajadas, fragmentos de runas rotas y un hedor metálico que mezclaba sangre con cenizas.
La última visión que recordaba era la de Amara, lanzándose a través del círculo rúnico fracturado, como un relámpago violeta que desgarraba la penumbra. Y después… el colapso. Un rugido más antiguo que las montañas había llenado sus oídos. Ahora, la quietud era tan antinatural que dolía.
—Amara… —gruñó su voz, áspera.
Se incorporó entre los escombros, apartando trozos de roca con las manos. Sus garras habían salido sin que lo notara, señal de la tensión que dominaba sus nervios. El aire estaba impregnado de esa vibración oscura, el murmullo del abismo al que habían quedado ligados desde que decidieron enf