El sol acababa de descender tras el horizonte cuando la costa se llenó de antorchas humanas, sus luces reflejándose en las olas que rompían contra las rocas. Veleros de pesca y pequeñas embarcaciones habían quedado quietos en la bahía, mientras el pueblo celebraba un rito de gratitud por la abundancia del mar tras la dispersión de la niebla. En un escenario improvisado sobre tablas de cedro, el alcalde humano, flanqueado por consejeros y capitanes de galeones, pronunciaba un discurso de reconciliación. A su lado, Arik, Lykos y Amara vigilaban la ceremonia: el primero, erguido como centinela; el segundo, con la capa ondeando al viento salino, y la guardiana vampírica, con la daga y el cristal carmesí ocultos bajo la capa, preparada para intervenir.
De pronto, un tumulto irrumpió entre los asistentes: un grupo de vampiros de túnicas negras, armados con bastones rúnicos, avanzó a empujones y clamó con voz atronadora:—¡Repatriación de los territorios robados! —gritaro