Tres segundos bastaron para que el jadeo del lector se convirtiera en silencio expectante.
En la penumbra de una villa caribeña, Ethan Marshall reposaba en una hamaca al borde del mar. El viento nocturno masajeaba su camisa blanca, desabotonada en dos botones, y el aroma a sal brotaba con cada respiración. Un zumbido irritante interrumpió el murmullo de las olas. Ethan sacó un teléfono satelital del bolsillo; su pulso se tensó.
—Ethan —la voz era suave, letal, la voz de La Sombra—. Hiciste bien. De Luca está muerto. Pero ahora eres tú quien está en la mira.
Ethan se incorporó, pisando la arena caliente, y tragó saliva antes de responder.
—Esto no fue parte del trato.