Saúl
La oscuridad nos envolvía como un velo sucio y sofocante. Caminábamos en silencio, mis pasos firmes y decididos, los de Mari temblorosos y débiles, como si en cualquier momento sus piernas se doblaran por completo. La capa raída que le había puesto apenas cubría su rostro, pero era lo único que teníamos para ocultarla. No podía dejar que la reconocieran, no ahora, no cuando había visto con sus propios ojos lo que hacían con las omegas que desobedecían. Su respiración era entrecortada, su piel seguía marcada por los hilos de plata, y aunque el ungüento mezclado con mi saliva había comenzado a sanar las heridas, el dolor aún vivía en sus ojos. Un dolor viejo. Uno que conocía demasiado bien.
Avanzábamos por los pasillos de piedra como sombras, invisibles, pero sabíamos que cada segundo que pasaba era una apuesta. Mari no decía palabra, y yo solo le susurraba instrucciones con la mirada. Todo el cuerpo me palpitaba con la necesidad de escapar, con la urgencia de protegerla. No por de