Aurora y Leon se alejaban del parque, sus pasos avanzaban despacio por el sendero cubierto de hojas secas. Detrás de ellos, Damian permanecía inmóvil, observando la espalda de su hijo que se iba perdiendo en la distancia.
Pero no se dieron cuenta de que, desde detrás del tronco de un gran arce al otro lado del camino del parque, un par de ojos lo observaba todo con atención.
Sebastián.
Se mantenía erguido, vestido con un largo abrigo negro, su mirada fija desde el instante en que Leon abrazó a Damian.
Sus manos en los bolsillos del abrigo, su rostro parecía tallado en piedra: frío, rígido, casi sin emoción, salvo cuando sus ojos se posaban en Aurora, que de vez en cuando miraba hacia atrás a Damian con un gesto que Sebastián consideraba peligroso.
—Abriste esa puerta y no eres consciente de lo que puede salir de ella —murmuró con rabia.
Para Sebastián, todo aquello era un error.
Aurora era demasiado blanda. Demasiado rápida para ceder a la simpatía solo por una carta de un hombre que