Thomas sintió esas palabras hundirse en su pecho como un disparo silencioso. Un segundo bastó para que todo lo que creía tener bajo control comenzara a desmoronarse, lentamente, como una estructura que hubiera resistido su propio peso durante demasiado tiempo.
Al principio no la miró. Mantuvo la mirada fija en el suelo, en un punto invisible, como si ignorarla bastara para evitar que reaccionara. Pero el calor que le subía por el cuello, su pulso acelerado, su respiración agitada... gritaban lo contrario.
Alzó la vista y la encontró de pie frente a él.
Pequeña. Dulce. Inocente.
Y al mismo tiempo, más temeraria que cualquiera de las mujeres con las que se había acostado.
Su Anfisa.
Su perdición.
La luz de la luna se filtraba por la ventana, bañándola en un resplandor casi irreal. Sus ojos brillaban con esa silenciosa determinación que solo ella poseía. Nada de gestos vulgares, nada de juegos baratos. Solo la verdad.
Thomas dio un paso hacia ella, sin pensar. La tomó por