Al día siguiente vi la noticia del ataque de los lobos errantes a Adrián en la orilla del Lago de la Luz de Luna.
Al mismo tiempo recibí la llamada de un amigo de Adrián.
—¿Puedes ir a verlo? —me pidió—. Él no deja de pronunciar tu nombre.
Hizo una pausa y añadió: —Quizá aún puedas verlo una última vez.
—No —rechacé—.
—Ya no tengo nada que ver con él. No tiene sentido seguir enredándome.
El interlocutor se quedó en silencio, dijo apenas —Entendido— y colgó.
—¿Ella aún no quiere verme? —fue lo último que alcanzó a articular Adrián con las fuerzas que le quedaban.
El otro no dijo nada. Al ver la expresión de angustia en su rostro, también comprendió algo.
Lágrimas de dolor le surcaron el rostro y cayeron sobre la cama.
Fuera de la habitación, Sofía entró cargando una cesta de frutas para verlo.
Al ver a Sofía, Adrián sintió un amparo momentáneo: —Has venido... —murmuró.
Sofía dejó la cesta en la mesita, mirándolo con frialdad: —¿Valió la pena dejarte así por Laura?
Adrián no respondió. S