A sus ojos, yo jamás estuve a la altura de Sofía. Incluso cuando durante mi injerto, sufrí rechazo y sentía todo mi cuerpo como si miles de hormigas me devoraran, él solo respondió con indiferencia: —No es más que un poco de comezón, no seas dramática.
Y enseguida se fue a acompañar a la Sofía del “dolor de cabeza”.
Si yo decía un simple “no”, Adrián me atacaba diciendo que no era una Luna digna.
Nuestro anillo de compromiso lo convirtió en un accesorio para regalárselo a Sofía.
El día de mi cumpleaños me dejó sola, apagando mis velas, para ir a arreglarle una tubería a Sofía.
Olvidó nuestro aniversario de novios y, en cambio, compró boletos de avión para llevar a Sofía a ver el mar.
Todo lo vivido desfilaba frente a mis ojos.
Ya debería haberlo soltado desde antes.
Al irme, escuché detrás de mí la frase que Adrián dejó: —Ella solo es una exagerada, no le hagan caso.
Esa noche recibí un mensaje suyo:
Laura, no te enojes.
Ya casi vas a ser Luna, compórtate con más madurez.
Me quedé mirando la pantalla del teléfono durante mucho tiempo.
Muy bien, seré madura.
Si no quieres que me entrometa en tu vida, yo misma me haré a un lado.
El día del ritual me puse el vestido de novia, aunque no era aquel cualquiera que había escogido en la tienda.
Antes de salir recibí una llamada de Adrián.
Su voz sonaba ansiosa: —Sofía olvidó su pulsera. Primero la llevaré a casa para recogerla; tú ve al lugar del ritual sola.
Respondí con calma: —De acuerdo.
Mi serenidad le hizo notar algo extraño; con cautela preguntó: —¿Estás molesta?
—No.
Una mezcla de emociones brotaba dentro de mí, pero como en su cabeza solo había sitio para Sofía, no le dio más vueltas y colgó.
Sofía, entre lágrimas, se disculpaba: —Lo siento, es culpa mía, pero esa pulsera es muy importante para mí.
Adrián la consoló con dulzura: —No pasa nada, no es tu culpa.
Recordando mi reacción anterior, un mal presentimiento invadió a Adrián; condujo distraído y se saltó varios semáforos.
La boda estaba fijada para el atardecer, pero cuando el sol terminó de ocultarse aún no había señales de mí.
Adrián y Sofía llegaron apresurados, pero no encontraron mi silueta; un escalofrío lo recorrió.
Pensó en lo peor: que yo no supiera que el lugar del ritual había cambiado.
Marcó mi número decenas de veces, pero todo era señal de apagado.
Su cuerpo comenzó a temblar cada vez más, el sudor le corría por la frente.
Al fin la llamada se conectó.
La voz de Adrián salió atropellada:
—Laura, ¿dónde estás? El ritual está por comenzar.
Yo miraba la luna reflejada en el centro del lago, tan hermosa.
—Mi ritual también está por comenzar.