Subtítulo:
“El amor que deja huellas no se olvida, ni el placer, ni la posesión.”
Ariadna abrió los ojos con una sonrisa, aún adolorida pero feliz. La luz de la mañana entraba por la ventana y caía sobre su cuerpo, lleno de marcas, chupetes visibles en el cuello y hombros, piel enrojecida por cada embestida, cada mordida, cada abrazo salvaje de Kael. Su vagina dolía ligeramente incluso al intentar sentarse, un recordatorio delicioso de cuánto la había recorrido su macho durante la noche.
Se quedó unos segundos observando su cuerpo, maravillada por el brillo suave que parecía emanar de su piel. Sus ojos estaban más abiertos, con el iris más miel que nunca, las mejillas rosadas, la nariz perfecta… todo en ella irradiaba la intensidad del deseo que acababa de vivir y del hombre que la había marcado sin piedad.
Y allí estaba él. Kael, recostado en el marco de la puerta, los brazos cruzados, observándola con esa sonrisa picara que le hacía perder la cabeza. Sus ojos dorados brillaban con