Leo y Elizabeth, frente a frente.
Tres años habían pasado, los pequeños Leonardo y Joshua, se habían convertido en dos cachorritos regordetos que eran muy amados por sus padres, sus abuelos, y sus tíos.
En el amplio despacho del rey, alguien había entrado a hurtadillas, estaba aburrido y buscaba con que entretenerse. El estaba a punto de tomar la tinta y colorear con sus dedos cuando se escuchó la imponente voz.
— Pequeño Joshua, esa tinta no es para que juegues, es para que tu abuelo escriba cartas importantes a los reinos.
— Abuelo, tú no me dejas jugar con tus cosas, así no es divertido. — El cachorrito de cabello blanco y ojos azules renegaba molesto.
— Tienes muchos juguetes en tu habitación, ¿Por qué el afán de jugar con mis cosas?
— Aquí estás Joshua, tu madre te está buscando para que tomes la lección de idiomas, pero tú te estás escondiendo aquí.
— Papá, el abuelo no me deja jugar con sus cosas, el abuelo es egoísta, solo le gusta divertirse el solo.
El lobezno acusaba a su poderoso abuelo