Alaric caminaba por los pasillos del hospital, su mente en un torbellino de furia.

La tensión con su padre, Stephan, era insoportable. Había olvidado que su padre era el dueño de casi todos los hospitales de la ciudad.

Su imperio era tan vasto que nada se le escapaba, y sabía todo lo que ocurría en sus dominios.

Escuchó la voz de su padre detrás de él, una voz que detestaba, llena de arrogancia y burla.

—Un hombre no debería perder a su esposa —dijo Stephan, en tono burlón—. Deberías actuar de mejor manera, hijo. Muchas veces hay que sujetar bien las correas de las mujeres para que estas no escapen.

—Cállate… ¿Qué haces aquí? Lárgate de una buena vez…

Alaric se tensó.

¿Cómo podía su padre hablar de esa manera? ¿Y él? ¿Él de verdad planeaba actuar como su padre? ¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué actuó de aquella manera? La culpa lo corroía en aquellos momentos.

No podía creer que él había hecho un acto tan terrible. Su estómago se revolvió al pensar en la posibilidad de que ella estuv