Maximilien, con su pequeña hija en brazos, conoció el verdadero amor. No existía palabra capaz de describir lo que sentía; la opresión que lo había carcomido durante días se disolvió de golpe. Tenía en sus brazos al ser que más amaba, junto con su esposa.
—Señor Fuenmayor —dijo el comisario, rompiendo el silencio—, ya hemos avisado al hospital. Un equipo médico estará listo para atender a la pequeña.
Maximilien levantó la vista, todavía incrédulo de que ese momento fuera real.
—Les agradezco… no tienen idea de lo que han hecho por mí y por mi familia. ¿Gracia sabe que vamos con la niña?
—No lo sé, señor. Siento que es una noticia que le corresponde a usted dar.
Maximilien asintió. Su mirada volvió a su hija. Cada latido suyo era un golpe violento en el pecho, como si temiera que en cualquier instante todo se desvaneciera. El trayecto al hospital se volvió interminable. Una hora después, arribaron. Afuera los esperaban médicos, periodistas y curiosos. El alboroto era sofocante.
Caleb a