DESORDENES MENTALES

Fernando condujo sin detenerse por un par de horas. Las luces de la ciudad quedaron atrás, reemplazadas por carreteras que conducían a las afueras. La noche estaba cayendo. El aire dentro de la camioneta era denso, cargado del llanto incesante de la bebé, sumergiendo a Mariana en el desespero y la impaciencia.

—¡Maldita sea! ¡No se calla! ¿Qué vamos a hacer? —gritó, llevándose las manos a la cabeza.

—Es obvio —masculló Fernando, mirando por el retrovisor con irritación—. ¡Es una recién nacida! Tiene hambre, frío, necesita pañales… cuidados. ¿No sabes cuidar a un bebé? ¡Se supone que eres madre!

—¡Sí, pero no así! —dijo Mariana, su voz temblaba, apenas capaz de mirar a la pequeña envuelta en mantas. La niña lloraba con una fuerza que parecía contradecir su fragilidad—. ¿Y si se nos muere?

Fernando clavó los frenos de golpe al ver una vieja gasolinera abierta en mitad de la nada. La camioneta chirrió antes de detenerse frente al pequeño local.

—No va a morir —dijo, bajando de un salto—
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