Mientras tanto, a las afueras de la ciudad, en una bodega abandonada, Gracia yacía atada de pies y manos sobre el gélido suelo, inmóvil. Mariana, con el teléfono en la mano, caminaba nerviosa de un lado a otro, como una fiera enjaulada.
—Ese maldito de Fernando me colgó… ¿quién se cree ese imbécil? —espetó, fuera de sí.
Nicholas encendió un cigarrillo con total parsimonia.
—Te lo dije. Ese idiota de tu amante no sirve para nada. Debimos pedirle los veinte millones directamente a Fuenmayor.
—¿Y crees que él habría pagado tanto por esta perra? —escupió Mariana con furia—. Ni que valiera eso. Maldita sea… diez no es suficiente. Pero ¿sabes algo, Nicholas? Esta malnacida me las va a pagar todas.
Se acercó a Gracia y, con un gesto violento, le agarró el cabello, obligándola a levantar el rostro. La miró con odio hirviente.
—Te odio, Gracia Sanclemente. Te odio con cada célula de mi cuerpo, por ti, mi vida se esfumó, ahora tengo que huir, y Fernando ya no me quiere, ni a mi hijo ¡maldita zo