Luna sintió que el peso de aquel edificio no se quedaba atrás cuando cruzó las puertas de vidrio, sino que la seguía como una sombra invisible. Tenía esos metidos en su cabeza, y parecía que aun la observaban desde la distancia.
Ella soltó el aire como si hubiese cargado algo demasiado pesado, no era solo agotamiento, era como si algo se le hubiese arrancado desde dentro.
Una parte de su energía, de su voz, de su valentía… Todo parecía haberse quedado pegado a esas paredes de mármol, como si hubiese sido desangrada silenciosamente mientras hablaba.
Los tacones no le dolían, pero cada paso se sentía como si cargara un camión sobre los hombros. Su respiración iba desacompasada, no por correr, sino por lo que acababa de hacer, por lo que acababa de vivir, y sabía que nada sería igual a partir de ahora.
Caminó sin rumbo por un rato. Pasó de largo la parada del metro y no quiso tomar un taxi, además no se permitía gastar más de lo necesario. Ni siquiera estaba segura de querer llegar a casa, porque ni eso parecía su refugio ahora.
A mitad de la calle, se detuvo y miró a su alrededor.
La ciudad seguía su curso, indiferente, como si ella no acabara de lanzarse desde un acantilado, pero, aun así, sus pies terminaron llevándola a casa.
Cuando cerró la puerta detrás de ella, se apoyó contra la madera, el silencio fue brutal, se dejó caer lentamente al suelo, y por primera vez en mucho tiempo, se quedó mirando a una parte fija en silencio.
Preparó la comida, limpió el apartamento, y casi en la tarde, su celular vibró, haciéndola saltar con un número desconocido y privado.
Entonces, deslizó el dedo con recelo.
—¿Hola?
Y apareció una voz firme y sin emociones, de mujer.
—Señorita Luna Miller, le llamamos desde el grupo Unilever. Quiero informarle que debe presentarse mañana a la misma hora en su sitio de trabajo habitual.
Hubo un silencio largo y un zumbido en los oídos, entonces Luna tragó saliva.
—¿Eso significa que…?
—Solo preséntese, por favor. Buenas tardes.
La línea se cortó y Luna se quedó mirando el teléfono por varios minutos.
Luego se puso de pie, se quitó la ropa, se duchó sin pensar, y se metió a la cama con el estómago vacío y el alma revuelta.
Al día siguiente, a las 7:50 a. m., estaba frente al mismo edificio donde ella trabajaba, aunque sus pasos eran más lentos esta vez.
Trató de acompasar su respiración y notó que la mayoría de sus compañeros ya estaban instalándose en sus puestos de trabajo a las 8:00.
Un empleado fue el que le dijo que en la oficina del señor Collins la estaban esperando, y ella solo apretó sus ojos para tocar y entrar, preparándose para lo peor.
Pero cuando las puertas se abrieron, notó a Collins allí sentado, pero también a ese hombre que se presentó ayer como Denzel.
Luna sintió un calor repentino en el pecho, como si su respiración se volviera de fuego, y miró a todas partes como pensando que esos ojos iban a aparecer en cualquier momento, pero no fue así.
Y cuando volvió la mirada a ellos, notó que Collins no la miraba con altanería. Por primera vez en tres años, tenía los hombros bajos y el rostro pálido.
—Señorita Miller —dijo con la voz quebrada—. Yo… solo quiero decirle que… que lamento profundamente todo lo ocurrido entre nosotros. De verdad, lo siento.
Luna no respondió, solo parpadeó completamente perturbada por el cambio y se permitió asentir ligeramente.
No tenía palabras, pero necesitaba que eso acabara.
Denzel avanzó entonces, con una carpeta en la mano y una expresión profesional, pero no fría.
—Señorita Miller —dijo con claridad—. A partir de hoy, usted trabajará en otro edificio. La empresa ha considerado que no debe volver a estar en este entorno.
Le extendió una nueva credencial, y en la parte inferior, una dirección distinta, otro distrito y otra torre.
—Será parte de un equipo nuevo… Un nuevo comienzo, ya que su experiencia no ha pasado desapercibida.
Luna parpadeó, y apenas pudo murmurar un gracias.
Y casi como si estuviese muy apurado, Denzel la escoltó a la salida y ella caminó dándole una mirada a Collins por última vez cuando le cerraron la puerta.
—Señor, creo que… un malentendido puede pasar en cualquier lugar, yo…
Pero Collins no pudo terminar cuando Denzel se puso frente a él.
—Estás despedido —dijo Denzel, sin siquiera girar la cabeza, con tono seco y final—. Recoge tus cosas, y abandona el edificio de inmediato…
Denzel tomó el pomo de la puerta, sacó su móvil, y Collins solo se sentó en la silla giratoria, mientras aún asimilaba el golpe seco que tenía en su estómago…
Y cuando Denzel se subió a un auto de vidrios polarizados, miró a su jefe.
—Todo está hecho, señor, Collins está fuera.
Hubo una pausa.
—¿Y ella?
—No lo sabe aún —respondió Denzel—. Pero está bajo su protección, aquí está la carpeta que pidió.
Del fondo del vehículo, Andrey dio una exhalación profunda, casi imperceptible.
—Perfecto, déjame en el mismo lugar —el auto arrancó sin más.
***
La lluvia repicaba contra los cristales tintados de una suite de un piso entero en la ciudad, mientras Andrey repasó las líneas de una investigación profunda.
Dejó la carpeta encima de la mesa y miró el cielo como si de alguna forma supiera guardar secretos, igual que él. Andrey no se llamaba así en este edificio, ni en ningún otro, aquí en Londres, y en esta época era Liam Williams, o al menos eso creían todos. En realidad, él se había disfrazado como el asistente de Denzel, para poder entrar a esa reunión, pero en realidad, era el mismo silencio detrás del poder.
El que financiaba, controlaba, y decidía.
El verdadero jefe, sin llevar la cuenta de cuantos millones, ni de cuánto poder tenía, y en realidad, ya no le importaba.
Para hoy las cosas habían cambiado.
Denzel, era su fiel asistente en esta época, ya tenía la maestría necesaria para encontrar uno que siempre lo representaba, y esta vez, Denzel interpretaba con habilidad el papel del gran señor millonario. Llevaba unos cuatro o cinco años en ese rol, y no lo había decepcionado en ninguna cosa.
Lo mejor para Andrey es que no se inmiscuía en lo que no le importaba, y eso estaba perfecto.
Muy perfecto para lo que tenía planeado ahora mientras cerró sus ojos.
Y por primera vez en años, incluso siglos, un gesto leve, casi como una sombra de sonrisa, asomó en los labios de Andrey Launder.