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CAPÍTULO 2: Una voz para cambiarlo todo

CAPÍTULO 2: Una voz para cambiarlo todo

Solo había una persona que podía llamarla desde la Prisión Maplewood, y ese era su padre, así que Rebecca no dudó ni un solo segundo en aceptar.

—Sí, claro que sí, por favor pásemelo —murmuró mientras se dejaba caer en el sofá, con la mirada perdida en la oscuridad de la sala.

Desde hacía años, esas llamadas eran su único contacto con su padre, porque él mismo había insistido en que no quería que ella lo viera tras las rejas. Curtis Callaway había sido acusado de fraude hacía dos años y medio, y había permanecido en la cárcel todo ese tiempo, porque era tan asquerosamente rico que ningún juez se había arriesgado a ponerle una fianza por miedo a que escapara.

Todos sus activos habían sido congelados, todas sus propiedades confiscadas en lo que se desarrollaba la investigación, pero nada de eso le importaba a Rebecca, sino las cosas horribles que pasaban incluso en las cárceles de seguridad mínima. Así que cada vez que respondía el teléfono era esperando una mala noticia.

—¿Papá?... ¿papá, estás bien? —casi sollozó al escuchar que la llamada se conectaba.

Del otro lado, la voz de Curtis se volvió preocupada en un segundo.

—¿Hija, qué te pasa? —preguntó y Rebecca trató de recomponerse.

—Nada… nada, lo siento, estoy sensible. ¿Tú cómo estás?

Y en ese momento la voz de su padre se llenó de una emoción que hizo que el corazón de Rebecca se acelerara.

—Hija… te tengo noticias. Me acaban de exonerar… ¡En una semana estaré contigo!

Rebecca se quedó en silencio por un momento, sin saber qué decir. Las palabras se le ahogaban en la garganta y por primera vez en dos años, las lágrimas que salieron de sus ojos fueron de alivio.

—¿De verdad, papá? —preguntó con un hilo de voz—. ¡Júrame que es verdad, por favor, júramelo!

—Te juro que es verdad, hija. Por fin voy a salir, todo se aclaró. Pero dime, ¿Henry te ha cuidado? ¿Ha cumplido su promesa de protegerte? —insistió Curtis con preocupación.

Rebecca sintió que el pecho le dolía. ¿Cómo podía decirle la verdad? Henry no la había cuidado ni un segundo, la había maltratado, la había vejado, la había traicionado de todas las formas posibles, pero no podía darle esa dosis de realidad ahora, no cuando su padre estaba a punto de salir.

—Sí, papá —mintió con voz firme—. Henry me protegió todo este tiempo.

Curtis suspiró aliviado y siguió hablando de su liberación, pero la llamada solo podía durar tres minutos, e incluso cuando terminó, la mente de Rebeca estaba perdida en los recuerdos más amargos.

El día de su boda Henry la había despreciado por primera vez. Los dos estaban en una situación difícil, así que Rebecca había esperado al menos un gesto de comprensión o de complicidad. Pero todo lo que había obtenido había sido el desprecio generalizado de la familia Sheppard.

Y después, para colmo, Henry se había ido con Julie Ann en el viaje que debería haber sido su luna de miel. Esa era la mujer que él amaba, a la que elegía siempre, a la que le justificaba todo, porque mientras Rebecca era “una intrusa interesada que solo quería arruinarlo”, Julie Ann era la encarnación de la inocencia y la bondad.

—¡Qué ironía! —Rebecca se apretó el pecho y cerró los ojos, pero el sonido de la puerta cerrándose menos de dos minutos después, la sacó de sus pensamientos.

Henry estaba en casa.

Él miró alrededor, a los preparativos de la mesa, las rosas, las velas… y luego le dirigió a Rebecca una sonrisa amarga y llena de desprecio. Pero si esperaba que lo invitara a sentarse a celebrar su aniversario, sus palabras de recibimiento lo sorprendieron.

—Julie Ann está embarazada —sentenció ella acercándose a la luz, y Henry apretó la mandíbula al ver su rostro arrasado por las lágrimas.

—Sí. Es cierto —gruñó entre dientes apartando la mirada—. Y no debería sorprenderte, tú siempre supiste que te estabas metiendo entre ella y yo. Ella es el amor de mi vida, la única mujer que amo de verdad. ¡Lo supiste desde el maldito día que te casaste conmigo!

Rebecca tragó en seco mientras la rabia y la tristeza luchaban dentro de ella.

—¡Pudiste haber dicho que no a nuestro matrimonio! —le espetó—. ¡No vengas a hacerte la víctima ahora! ¡Aceptaste casarte conmigo y nadie te puso una pistola en la cabeza para eso!

Henry la miró con dureza.

—¡Eres la hija del hombre que me hundió! —le gritó.

—¡Soy la hija del hombre que te salvó! —replicó Rebecca con fiereza—. Mi padre fue acusado falsamente y tú pudiste ir a la cárcel por asociación, ¡pero él eligió salvarte! ¡Él decidió deslindarte de toda responsabilidad porque sabía que yo te amaba!

—¡Y a cambio me exigió que me casara contigo, así que gratis no me salió! —rugió Henry, mientras las venas de su cuello sobresalían de rabia.

Era un hombre grande, imponente, con treinta y tres años era como un huracán de ojos grises y cabello oscuro, pero ya no había atractivo en él que pudiera doblegar a Rebecca.

—¡Ese trato fue una prisión, una condena que me obligó a traicionar a Julie Ann!

—¡Eres tan inmaduro que me odias por la decisión que tú mismo tomaste! —escupió Rebecca—. Y Julie Ann ni es tan inocente ni tan pura como la quieres ver…

—¡Cállate!

—¡Ninguna amante es inocente, mucho menos las amantes embarazadas! ¡Mucho menos si toda tu familia te solapa el hecho de que eres un maldito infiel! —lo acusó Rebecca mientras nuevas lágrimas empapaban sus mejillas—. ¡Es cierto que yo acepté este matrimonio sabiendo que no me amabas, pero al menos lo di todo, al menos lo aposté todo por ti, al menos te guardé lealtad que es lo menos que juré ante Dios, y que fue mucho más de lo que te merecías!

Pero aquel exabrupto fue cortado por una carcajada amarga de Henry.

—¿Amor? ¿Lealtad? —escupió—. ¡Dinero era lo que querías! ¡Mi dinero, después de que tu padre perdió el suyo! ¡Has estado viviendo de mí como un parásito por dos años, gastando mi dinero como si me cayera del cielo! ¿Y quieres hablar de amor y lealtad? —Henry caminó hacia ella y la miró de arriba abajo—. Yo ya soy leal a quien se lo merece, que son Julie Ann y mi hijo.

Rebecca tragó con dificultad, reuniendo el poco coraje que le quedaba, y se limpió las lágrimas de un manotazo.

—Pues le vas a ser un poquito menos leal esta noche —lo retó—. Quiero el beso número 99.

Henry hizo un gesto de rabia reprimida, pero sabía que no tenía otra opción. Se acercó a ella, la tomó con fuerza de la cintura, pegándola a su cuerpo, y la besó como si pudiera envenenarla con eso. Rebeca recibió su boca, y la lengua de Henry se hundió en la suya con frustración, con odio.

Siempre era así, como un tornado de deseo negado hasta el infinito: uno en el que ella se ofrecía y él tomaba solo un poco antes de despreciarla. Sus respiraciones chocaban, sus cuerpos rozaban mientras la empujaba contra la pared más cercana y devoraba su boca como si pudiera haber algo más... algo que Henry quería matar antes de que naciera.

Rebecca erró los ojos y se aferró a ese instante… sabiendo que cuando los abriera, él ya no estaría ahí.

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