CAPÍTULO 3: Recuerdos dolorosos

CAPÍTULO 3: Recuerdos dolorosos

Rebecca vio la sombra de Henry alejarse por el pasillo. Era una silueta que parecía encogerse con cada paso, un fantasma distante que ya no le pertenecía, pero que aun así era capaz de romperle el corazón… porque podía odiarlo con todas sus fuerzas, y eso no cambiaba que aquel hombre se había convertido en el amor de su vida desde el mismo momento en que lo había conocido.

Se quedó parada, con el corazón hecho trizas, y una certeza que ya no podía ignorar.

—Hora de marcharme —susurró antes de ir a encerrarse a su habitación, a lamerse aquellas noventa y nueve heridas.

La decisión ya estaba tomada. Así que con lágrimas en los ojos marcó el número privado de John Anders, un viejo amigo de su padre y el abogado que había luchado los últimos dos años para limpiar su nombre. Era la única persona en la que podía confiar, y que le respondió de inmediato y desocupó toda su agenda de la mañana para ella.

No supo cómo pasó la noche, cómo llegó la mañana, cómo… Solo supo que apenas el amanecer hirió el cristal de su ventana, Rebecca se metió al baño y salió reconstruida, como la mujer elegante y digna que debía ser.

No ocupó un chofer de la casa, sino que condujo por sí misma a la oficina del licenciado Anders: un espacio sobrio y ordenado, lleno de libros de derecho y diplomas enmarcados.

—¡Señora Sheppard, qué gusto saludarla! —dijo él alargando la mano.

—Por favor, licenciado, mi esposo nunca me dio su apellido… y no necesito empezar a usarlo precisamente ahora que me quiero divorciar.

John Ander se quedó mirándola por un segundo y luego le ofreció una silla.

—Creí que venía a hablar sobre la exoneración de su padre —murmuró pensativo—. ¿Curtis sabe…?

—Mi padre lo sabrá en su momento.

—Él confía ciegamente en Henry Sheppard —le recordó Anders.

—Una confianza totalmente inmerecida —replicó Rebecca—. Por eso estoy aquí, quiero que me redacte los documentos del divorcio, pero necesito que incluya una cláusula especial… y creo que también vamos a necesitar el respaldo de algún juez.

John Anders la miró con interés. Recordaba a Rebecca antes del encarcelamiento de su padre: carácter enérgico, feroz, temperamental, como una pura sangre. Pero todo eso había desaparecido tras el escándalo… o tras su boda… era difícil decirlo.

—¿Qué tipo de cláusula? —preguntó con curiosidad y la vio sonreír de medio lado.

—Una que ponga a Henry Sheppard justo en la posición en que no quiere estar. No hay venganza mejor que una buena dosis de realidad, y creo que, ya que mi futuro ex marido me odia tanto, puedo darle el gusto de odiarme con razón.

El abogado asintió lentamente, evaluando su seriedad.

—Entiendo. Cuéntemelo todo —le pidió y durante las siguientes dos horas Jonh Anders redactó el borrador más bizarro de un contrato de divorcio que hubiera escrito en su vida—. Estás poniendo todo contra ti —le advirtió tuteándola con más confianza—. ¿Estás segura de que esto saldrá bien?

—Estoy segura de que mi libertad lo vale —replicó Rebecca levantándose.

—Entonces de acuerdo. Te enviaré la versión final a tu correo en un par de horas, podrás imprimir las copias en tu casa —cedió el abogado y se despidieron con un apretón de manos firme.

Rebecca levantó la barbilla, tragándose aquellas lágrimas que le sabían a sangre, y salió con una mezcla de alivio y ansiedad. Sabía que el camino no sería fácil, pero estaba lista para recorrerlo.

Y cuando el tráfico de regreso a casa la atrapó más de lo previsto, fue imposible que aquellos recuerdos dispersos y punzantes no la invadieran. Sintió en cada centímetro de su cuerpo la frialdad de Henry cuando la ignoraba; a ella jamás la llevaba a las galas de la empresa, con ella no salía en las fotos de los tabloides, con ella no se iba de vacaciones, a ella no la acompañaba al hospital cuando se enfermaba.

Toda su familia sabía que Julie Ann era su amante, y lo peor de todo era tener que soportar las burlas mordaces de aquella mujer en las reuniones familiares. Porque Julie Ann solo era una santa cuando él estaba presente, el resto del tiempo solo era una víbora que disfrutaba humillándola y haciéndola sufrir.

—“La esposa de mentira” —se repitió una vez más la frase con que siempre la llamaba frente a todos sin que Henry la corrigiera.

Se sorprendió un poco cuando llegó a casa y vio su portafolio y su saco sobre un sofá, probablemente estaría en su despacho, pero ella sabía que no la buscaría de ninguna manera.

Así que esperó las copias del contrato de divorcio, se sentó a firmarlas y su mirada se dirigió instintivamente a aquel diario que había llevado desde el día de su boda: ese cuaderno donde había guardado su historia con Henry, condensada en 99 besos. Cada página era un recuerdo… y ninguno era dulce.

—Y ninguno te mereciste —murmuró como si hablara con Henry, y luego lo lanzó a la papelera de su habitación, como si ese fuera el final de todo.

Sin embargo dos sonidos diferentes la hicieron prestar atención unos segundos después. La puerta de la sala se abrió, y las voces le dijeron que ya Julie Ann había perdido la vergüenza al punto de ir a buscar a Henry a su propia casa.

Rebecca la vio cruzar la sala con seguridad, caminar directo hacia su esposo y abrazarlo sin importarle que ella estuviera a menos de tres metros de distancia.

—Henry, necesito que me acompañes a hacerme el chequeo prenatal —dijo la chica con una sonrisa dulce, y Henry carraspeó con incomodidad cuando sintió la mirada de Rebecca sobre él.

Pero antes de que pudiera decir nada, Julie Ann se volvió hacia ella, con una sonrisa que ni intentaba disimular su superioridad.

—Espero que no te moleste —le dijo—. De todas formas ya sabes que estoy embarazada de Henry. Después de todo, una familia tan importante como los Sheppard necesita un heredero, y solo yo pude dárselos.

Rebecca sintió cómo se tensaban sus músculos, pero no dejó que la ira la dominara.

—No te preocupes, no me molesta —dijo caminando hacia ellos con los brazos cruzados y una expresión condescendiente en el rostro—. No soy una estrella en biología, pero hasta yo sé que los niños se hacen teniendo sexo, y Henry y yo jamás nos hemos acostado.

Julie Ann le hizo un puchero de lástima.

—¿En serio? ¿No has logrado que se acueste contigo en dos años? —la retó y Rebecca dejó ir un suspiro.

—¡Nop! Dos años de ganas reprimidas. ¿Puedes imaginarte el gusto que me voy a dar cuando este matrimonio termine?

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