La mañana del martes en la villa fue perezosa y perfecta. Isabel se despertó con el sonido de las olas y el olor a café recién hecho. Jared ya estaba en la pequeña cocina, moviéndose con una familiaridad doméstica que a ella le oprimió el corazón de pura ternura. Se sentía como si llevaran años despertándose así.

Desayunaron en la terraza, vestidos solo con las batas blancas del hotel, con los pies descalzos sobre las baldosas cálidas. La conversación era ligera, salpicada de risas, repasando los momentos favoritos de su día de triunfo. Había una facilidad entre ellos, una comodidad que era nueva y, a la vez, se sentía eterna.

En un momento, mientras él le contaba una anécdota de su primer trabajo, la mirada de Isabel se desvió hacia la playa de abajo. Una joven pareja jugaba en la orilla con un niño pequeño que apenas sabía caminar, sus risas infantiles flotando en la brisa. La sonrisa de Isabel se desvaneció, reemplazada por una expresión pensativa, una melancolía suave que veló sus