Askeladd giró sobre sus talones con lentitud, como si cada movimiento suyo cargara la amenaza de una tormenta a punto de desatarse. Sus ojos, encendidos de un rojo ardiente, se clavaron en Beatriz con una intensidad asesina; aquellos orbes parecían estar hechos de pura furia, de un apetito sangriento imposible de contener o disimular.
—¿Acaso no fui claro cuando ordené que la Loba Roja debía permanecer en su alcoba y no salir bajo ninguna circunstancia? —rugió el Alfa.
Beatriz dio un paso atrás, con la cabeza agachada, tartamudeando entre sílabas desesperadas.
—Sí... sí, Gran Alfa... yo... yo lo sabía, pero... —balbuceó, intentando justificarse, con la mirada clavada en el suelo.
—¡¿Te atreviste a desafiarme?! —estalló de repente. El bramido hizo que Beatriz soltara un pequeño grito ahogado y su cuerpo tembló con violencia, como si las piernas ya no pudieran sostenerla.
Con un gesto de puro pavor, Beatriz se arrojó al suelo y apegó la frente a las frías losas en un acto de sumisión a