Azucena quedó completamente desconcertada ante aquella pregunta. No se lo esperaba bajo ninguna circunstancia, tanto que su rostro se contrajo y sus labios permanecieron entreabiertos, incapaces de formular una respuesta. Sus ojos, muy abiertos, se incrustaron en el semblante de Askeladd, buscando en él alguna pista que le explicara por qué motivo había pronunciado ese cuestionamiento.

El Alfa, que no apartaba la mirada de ella, aguardaba con una seriedad incuestionable. Para él, esa cuestión no era una provocación ni una duda pasajera; esperaba escuchar una verdad, sin rodeos ni excusas.

Al notar que Azucena no respondía, Askeladd empezó a presionar.

—¿Por qué callas? Contéstame.

Ella intentó hablar, abrió la boca, pero las palabras tropezaron en su lengua antes de salir. Por tanto, tartamudeó, incapaz de ordenar sus pensamientos.

—M-mi señor… ¿a qué viene esa p-pregunta? ¿P-por qué razón me cuestiona eso?

Askeladd, por su parte, no se mostró dispuesto a suavizar la situación.

—Es me