C4: ¿Por qué te aferras a tu vida?

Azucena sintió que su cuerpo flotaba. Entre la niebla del desmayo, sintió el balanceo de su cuerpo, como si alguien la llevara con cuidado, mientras el calor rudo la envolvía.

Logró abrir los ojos un instante, y lo primero que vio fue el lomo de un lobo enorme, oscuro como la noche, cubierto de cicatrices que hablaban de mil batallas. Bajo ella sentía el movimiento firme de sus músculos, el poder de un animal salvaje que parecía hecho para matar.

Pero no tuvo miedo. En lugar de eso, una paz extraña la abrazó. Aquel lobo que parecía un demonio surgido de la oscuridad, emanaba un aura de seguridad que atravesaba su miedo y su dolor. Por primera vez en mucho tiempo, su corazón dejó de latir con terror.

Cerró los ojos de nuevo, rindiéndose al calor de ese cuerpo fuerte, confiando su vida a la bestia desconocida. Y en esa efímera sensación de resguardo, la oscuridad volvió a reclamarla, hundiéndola otra vez en la inconsciencia.

Un par de horas después, Azucena sintió un frío metálico en su hocico antes de abrir los ojos. Cuando por fin sus párpados pesados se alzaron, lo primero que vio fueron barrotes que olían a óxido.

Su cuerpo entero dolía. La sangre seca pegaba su pelaje a la piel, y el hambre le quemaba las entrañas como si alguien le hubiera prendido fuego por dentro. Intentó incorporarse con torpeza, tambaleándose, y un gemido escapó de su garganta mientras sus patas temblorosas la sostenían.

Fue entonces cuando lo vio. Al otro lado de los barrotes, estaba el lobo oscuro. Sentado, con el lomo recto, las patas delanteras firmes sobre la tierra y la cola quieta, emanaba una presencia que helaba la sangre. No había agresión en su postura, pero la autoridad se respiraba en el aire, como si cada sombra de la mazmorra le perteneciera.

Azucena supo que ese demonio de cicatrices era el mismo que la había cargado sobre su lomo, debido a que reconoció su aroma.

De pronto, una vibración grave rozó la conciencia de la loba.

—¿Quién eres?

El sonido le atravesó el cuerpo como un golpe. Todo su pelaje se erizó al instante, un escalofrío le recorrió la columna y un latido acelerado le golpeó el pecho.

—Alfa Askeladd… Rey de Sterulia... ¿Se trata de usted…? —cuestionó Azucena con cautela.

El Alfa oscuro no articuló palabra, y su silencio fue un indicador para Azucena de que no era ella quién debía hacer las preguntas.

—Mi… mi nombre es Azucena, y…

—¿De dónde vienes?

La lengua de Azucena se sintió pesada, atrapada por el miedo. La presencia de Askeladd era una montaña aplastante. Recordó el extraño alivio de haber dormido sobre su lomo, sintiendo seguridad por primera vez en años, pero ahora esa seguridad se había transformado en una opresión sofocante.

Al notar que la loba no emitía sonido, el Alfa dio una advertencia.

—No me gustan los secretos. Aquí, los secretos se pagan con sangre. Así que, responde, ¿qué hace una loba medio muerta en mi reino, viniendo a ofrecerme su vida como si tuviera algún valor?

Azucena tragó saliva con dificultad.

—Mi… mi manada fue destruida… y yo… no tengo a dónde ir…

—No acepto basura de otros reinos —gruñó—. Dame una sola razón para no abrirte el cuello ahora mismo.

En ese instante, Azucena comprendió que su vida pendía de un hilo que Askeladd podía cortar y que bastaba un pensamiento suyo para que muriera ahí mismo.

Azucena tenía tanto que decir, pero ¿cómo podía explicarle a aquel Alfa imponente todo lo que había sufrido junto a Milord, y todo lo que había perdido? Las imágenes de su manada ardiendo, el rostro del elfo asesinado, las noches de humillación… todo la golpeó repentinamente, dejándola muda.

La historia era tan larga que parecía que Askeladd no le daría tiempo para exponer tantos detalles, así que, en ese momento, solo se le ocurrió rogar por su vida.

—Rey Alfa… por favor… tenga piedad de mí…

—Si vives hasta el amanecer, tal vez decida qué hacer contigo. Si no, los cuervos lo harán por mí.

Sin más, el Alfa se incorporó y se alejó sin mirar atrás.

Minutos después, Azucena dejó que su cuerpo cayera al suelo de piedra, sin fuerzas. El frío le caló los huesos, el hambre le retorció el estómago y la sed le agrietaba la lengua. Sus patas, manchadas de sangre seca, le temblaban.

Bajó la mirada y una profunda tristeza la atravesó. Había sangrado mucho como en las otras ocasiones en que perdió a sus cachorros, por lo que entendió que, una vez más, había sufrido un aborto espontáneo.

Se dejó arrastrar por el sueño, débil y rota, sin saber si despertaría con vida al amanecer.

*****

Unas patas oscuras se escucharon primero, arrastrando su sombra sobre el suelo helado de la mazmorra. El sonido metálico de las garras contra la piedra resonó en cada rincón, un sonido que anunciaba la presencia de alguien que no necesitaba correr ni gritar para imponer respeto.

El lobo de pelaje ennegrecido apareció en el pasillo, iluminado por la débil luz de las antorchas. Se acercó sin prisa, hasta detenerse frente a los barrotes donde yacía su prisionera.

Askeladd observó el interior de la celda. Ahí, sentada de espaldas, había una figura humana frágil, encogida, con un cabello largo y naranja que se desbordaba en ondas por toda su espalda.

Al percatarse de que respiraba, la voz de Askeladd salió de su garganta.

—Sigues viva.

El sonido hizo que Azucena se estremeciera. Con lentitud, giró la cabeza y los hombros para mirar a la bestia que la vigilaba. Su cuerpo estaba desnudo, expuesto y vulnerable, lo que la hacía temblar de frío.

A pesar de la mugre y los visibles maltratos, había algo imposible de ocultar en ella: la belleza genuina que resistía a la crueldad de los días pasados. Su piel estaba pálida, sus labios partidos por la sed y una línea de sangre marcaba uno de ellos, roto por la deshidratación. Las pecas en su nariz y mejillas parecían un recuerdo lejano de lo que alguna vez fue una joven saludable. Y sus ojos verdes, aunque apagados por el cansancio, brillaron un instante cuando se encontraron con los de Askeladd.

—Tengo… que seguir viviendo… —articuló ella con dificultad.

Azucena apenas podía sostenerse. Había perdido la fuerza para permanecer en su forma de loba; por eso yacía allí, desnuda y humana, frágil como nunca antes. Cualquier otro, sin la voluntad de vivir, habría muerto antes de que amaneciera.

Askeladd se plantó frente a los barrotes y la escudriñó sin reparo.

—¿Por qué te aferras a tu vida? —preguntó.

—No... quiero morir —susurró—. No todavía. Mi manada… ha sido destruida… pero yo… yo tengo que vivir para recordarlos. Para que no desaparezcan. Soy la única que puede mantenerlos vivos… aunque ya no estén.

Con un gemido de esfuerzo, Azucena se incorporó tambaleante y se sostuvo de los barrotes fríos.

—Deme un lugar en su reino... por favor —pidió—. Puedo serle útil a Sterulia... y a usted.

—¿De qué me serviría una loba que está a punto de morir? —soltó él.

—Soy… descendiente de una loba que se unió a un elfo hace muchas generaciones. Heredé su habilidad… el don de la curación. Pero no es un don cualquiera, yo puedo sanar cualquier herida, cualquier enfermedad, por más grave que sea.

Siglos atrás, una loba de su linaje se había apareado con un elfo. De aquella unión prohibida nació una criatura mitad loba, mitad elfa, con orejas puntiagudas. Su sangre mezclada trajo consigo un regalo único: la capacidad de sanar heridas y enfermedades con un simple contacto.

Con cada nuevo cruce, los rasgos élficos desaparecieron. Ya no había orejas puntiagudas, solo lobos puros a los ojos de cualquiera. Sin embargo, el don permaneció, sellado en la sangre de los descendientes de aquella unión antigua. Y casi todos los reinos sabían la verdad: cada loba que heredaba ese poder legendario tenía el pelaje carmesí, y aunque podían parir machos, solo podían heredarlo las hembras.

Hasta ese momento, Azucena no había visto ni una sola emoción en el rostro del Alfa Askeladd. Era como una máscara de piedra. Pero cuando sus palabras sobre el don de la curación abandonaron sus labios, vio un cambio. Sus párpados se abrieron, revelando sorpresa. Por primera vez, el monstruo que tenía enfrente se había inmutado.

Entonces, ocurrió. Su pelaje oscuro se deshizo y ante sus ojos apareció su forma humana.

Azucena tuvo que contener el aliento. Era un hombre bastante alto, de hombros anchos y musculatura marcada, como si cada batalla hubiera cincelado su cuerpo. Las cicatrices que vio en su forma de lobo también estaban allí, recorriendo su torso desnudo como la historia de una vida de guerra. Y en su rostro, la cicatriz diagonal seguía presente, un tajo brutal que parecía dividirle la mirada de demonio.

Su cabello era oscuro y largo, casi como una melena salvaje. Una barba áspera le cubría la mandíbula fuerte, dándole un aire de fuerza primitiva. Era un hombre que parecía una montaña, un bloque de roca viva. Azucena tuvo que alzar el cuello para mirarlo, sintiéndose diminuta.

Askeladd se inclinó hacia los barrotes, acercando su rostro al de Azucena.

—Entonces… ¿me estás diciendo que tú eres la famosa loba roja de la que tanto se habla? La que pertenece a Luna Escarlata, la manada nómada que fue exterminada hace unos años —articuló—. Qué disparate. Eso es inconcebible. La loba roja está muerta, fue asesinada junto a su manada.

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