El rostro de Lyssa se crispa en una mezcla de incredulidad y rabia contenida, mientras su mano temblorosa se posa sobre su mejilla enrojecida. Parece buscar una respuesta, un contraataque que le devuelva el control de una situación que se ha perdido entre las grietas de su propia arrogancia. Pero Gloria no baja la guardia.
—¿Qué esperas? —la desafía nuevamente Gloria, con una determinación de acero que jamás le había visto, incluso en los momentos más difíciles. Su mirada quema, aterradora y firme, clavándose en Lyssa hasta el punto de paralizarla—. Aquí estoy, ¿no? No eras tan valiente después de todo. La fuerza en la voz de Gloria es como un látigo. Sin gritar, pero con una autoridad que no deja lugar a dudas. Y, aunque David y yo compartimos una mirada fugaz de asombro, ninguno de nosotros mueve un músculo. El silencio en la habitaci&o