David se pasó una mano por el cabello. Tenía esa expresión que siempre ponía cuando estaba a punto de explotar: las cejas fruncidas, la mandíbula tensada y una mirada que se dividía entre incredulidad y frustración.
—Los seguros de vida de nuestros padres, más el del auto, son millonarios, hermano —le confesé, mostrando la prueba—. Nunca quise utilizarlos porque sentía que estaba lucrando con su muerte. ¿Me entiendes? Los dejé siempre ahí en el banco, para que, si un día teníamos una gran necesidad, los usáramos. Y creo que ha llegado ese momento. —¿De veras, Leo? —preguntó incrédulo David, revisando la cuenta que le daba. —Sí, hermano. Mantuve a todos los inversionistas que papá adquirió, por respeto a él. Además, sabía que si me deshac&ia