Me agacho delante de él y, al sentirme, se endereza, quitando sus manos del rostro muy rojo. Sus ojos le brillan, y puedo ver una gran tristeza y culpa en ellos al mirarme. No me dice nada, solamente me mira. No sé por qué, pero lo abracé con fuerza; él me devolvió el abrazo también, mientras me besaba la cabeza.
—¡Perdóname, Clío! —dijo ahora llorando a mares, sin vergüenza delante de mí—. ¡De veras no quería hacer todo aquello que te hice! Quería detenerme, pero no podía; era como si fuera otro ser, otro muy malo que me forzaba a hacerte todas esas barbaridades. ¡Me duele haberte lastimado! No sabes cómo luché conmigo mismo para no lastimarte. ¡Perdóname, por favor, perdóname! ¡No me odies, Clío, no me alejes de ti!—Leo, ya te dije que ahora no puedo pensar en eso. Vamos, bañ&eacut