Celina estaba sentada en el suelo frío, fuera de la casa que una vez fue suya. Su cuerpo estaba allí, pero su alma parecía haber sido arrancada. Las lágrimas corrían en silencio, mojando su pálida piel.
Sus pertenencias estaban esparcidas por la acera como si fueran basura, ropa mezclada con documentos, zapatos. El viento de la noche soplaba a su alrededor, pero Celina no sentía frío. No sentía nada más que el vacío dentro de sí misma.
«No soy nada. No tengo a nadie».
Las palabras de César resonaban en su mente, cortándola como cuchillas afiladas.
«No eras nada cuando te casaste conmigo. Y seguirás sin ser nada».
Sus dedos temblaban al apretar la barra de su propia blusa. ¿Qué voy a hacer? ¿A dónde voy a ir?
No tenía familia que la acogiera. Ningún puerto seguro. Su mundo, que ya se estaba desmoronando, ahora se había derrumbado por completo.
El ruido de un coche que se acercaba la sacó, por un breve instante, de su estado de shock. Los faros iluminaron su figura encogida en el suelo,