Thor tomó el celular e intentó llamarla. Una vez. Dos. Tres.
Sonaba, sonaba… hasta que la llamada caía al buzón de voz.
Insistió varias veces más, con la desesperación creciendo en cada llamada ignorada. Al final, abrió la pantalla de mensajes y escribió:
«Celina, por favor, contéstame. Necesitamos hablar. Llámame cuando puedas. Amor, estoy muy preocupado.»
Se detuvo. Miró la pantalla. Respiró hondo.
«¿Dónde estás? Respóndeme, por favor. Solo quiero saber si estás bien.»
Presionó “enviar” y dejó el celular sobre la mesa, aunque no apartó la vista de la pantalla. La absurda esperanza de ver aparecer las dos marcas azules se convirtió casi en una obsesión. Cada minuto, desbloqueaba el aparato solo para encontrar el mismo silencio estampado en ella.
Nada.
Celina había desaparecido.
Thor se dejó caer en la silla, se cubrió el rostro con las manos e intentó contener la angustia que se extendía como veneno. Esa noche lo había cambiado todo. Sabía que había cometido un error. Sabía que falló