Había pasado una semana desde el día terrible en que todo salió a la luz. La habitación de hospital de lujo donde Thor estaba ingresado era silenciosa, espaciosa y perfectamente equipada: televisión en la pared, cortinas suaves, luz regulable. Sin embargo, para Thor aquel lugar se sentía como una cárcel. Estaba impaciente, nervioso, irritado por no aguantar un día más encerrado allí.
Celina había pasado todos los días a su lado, saliendo solo por las noches, a regañadientes, para descansar. Cuando se iba, lo dejaba al cuidado de una enfermera, asegurándose de que Thor estuviera siempre atendido. Pero aquella mañana Celina ya estaba con él desde temprano.
Thor suspiraba. Su rostro ya no estaba hinchado, los hematomas se habían atenuado con el tiempo y los cuidados médicos. Llevaba una férula ligera en la pierna y un andador especial solo para desplazamientos cortos —como ir al baño, siempre con ayuda de la enfermera—. Pero en ese momento solo quería una cosa: Celina.
La televisión esta