La puerta se cerró con un chasquido metálico. Al otro lado, Thor cayó de rodillas, la sangre de la puñalada todavía escurriendo por su brazo, oscurecida por el abrigo. Pero no le importaba el dolor. El único dolor real era verla en ese estado… y el miedo de perderla.
Una enfermera se acercó y le dijo:
—Señor, usted también está sangrando. Necesita atención.
—¡Solo quiero saber si ella va a estar bien! —gritó, casi al borde del llanto.
—La van a cuidar. Confíe en nuestro equipo. Ahora venga, tenemos que tratar ese corte.
Thor miró hacia donde habían llevado a Celina, el rostro marcado por miedo, furia y un amor desesperado. En el fondo lo sabía: ese momento lo cambiaría todo. Y no permitiría que algo le ocurriera a la mujer que aún hacía latir su corazón fuera de ritmo.
El corredor frío y estéril del hospital resonaba con los pasos apresurados de enfermeros, médicos y visitantes angustiados. La luz blanca, molesta a los ojos de quienes pasaban horas esperando allí, reflejaba la tensión