El perfume de Thor esa mañana —fuerte, amaderado, intenso como él— comenzó a revolverle el estómago. Las náuseas subían por la garganta y se mezclaban con el nerviosismo de estar a su lado, con el recuerdo de la mirada fulminante que le había lanzado a Roberto y con la presión que ella misma se ponía por parecer estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado, con la persona equivocada.
Trató de respirar profundo. Una, dos veces. En vano.
La tensión en el carro era casi palpable. Y Thor, ajeno —o fingiendo estarlo—, mantenía la mirada fija en la carretera, los puños apretados en el volante, la mandíbula trabada. El silencio era una tortura. Un campo minado de palabras no dichas y sentimientos reprimidos.
Celina cerró los ojos por un instante y se llevó la mano al abdomen. Las náuseas ganaron fuerza.
—Thor... —murmuró, con la voz débil.
Él no respondió.
—Thor, para el carro... por favor... ahora.
Él la miró rápidamente por el retrovisor interno y vio su rostro pálido, suda