Los días pasaban, y la rutina se instalaba en la mansión. Los almuerzos y cenas eran siempre de cuatro: Anna, Leandro, Lissandro y Luz. Ella trataba de acercarse a Lissandro en cada oportunidad, pero él era un muro impenetrable que solo la miraba con desdén.
Aquella tarde, mientras almorzaban, Anna cortaba la carne en su plato en pedazos demasiado grandes. Lissandro, sin pensarlo, tomó el cuchillo y empezó a ayudarla. Ambos quedaron helados cuando se dieron cuenta de lo que hacía.
Leandro apretó los labios y sonrió con un filo apenas contenido.
—Tranquilo, hermano… yo le corto la carne a mi novia.
—Perdón… es que me ponía nervioso que no la cortara correctamente —dijo Lissandro, bajando la mirada.
Anna lo miró fijamente, y él la sostuvo con la misma intensidad. El aire entre ellos ardía. Finalmente, Lissandro se levantó bruscamente.
—Ya se me quitó el hambre.
Salió al patio, dejando un silencio incómodo en la mesa.
Después de almorzar, Leandro rodeó a Anna con sus brazos.
—Anny… falta