El golpe resonó como un martillazo en la cabaña. El hombre no dudó: comenzó a golpear a Leandro con una violencia torpe, una rabia que no tenía límites. Leandro recibió los puñetazos en la cara y en el torso, pero se aferró a la voluntad de proteger a Anna más que a su propia carne. Cada impacto era un llamado a no rendirse.
El agresor, encendido por la furia y la impunidad, se lanzó hacia Anna con la intención clara en los ojos. La mujer retrocedió, trastabilló, y Leandro, con la boca partida y el mundo dando vueltas, reaccionó con la desesperación de quien no tiene otra opción. Agarró una silla de madera y, con la última energía, la partió sobre la cabeza del hombre. El crujido fue seco; la figura del atacante cayó como muñeco de trapo.
—¡¿Estás bien?! —le gritó Leandro a Anna, la voz rota—.
Ella, aturdida y con las manos temblando, lo miró. No había tiempo para pensar. Leandro tomó su mano, buscando la salida como quien busca el último hilo de una cuerda salvadora. Con movimientos