Agatha se dejó caer en su silla, agotada.
Su respiración aún no se estabilizaba del todo.
Llevó una mano al pecho, intentando convencerse de que ese temblor era solo cansancio… y no lo que realmente era.
—Idiota… —murmuró para sí, refiriéndose a Leandro, pero la sola imagen de su sonrisa volvió a estremecerla.
—Te trae loca, ¿cierto?
La voz de Lucciano la hizo pegar un salto.
Él estaba apoyado en el marco de la puerta, con una sonrisa traviesa y los brazos cruzados.
—No hables burradas —replicó Agatha, incorporándose con brusquedad—. Jamás me gustaría un animal egocéntrico, narcisista y psicópata como ese.
—Claro… —dijo él, alzando una ceja—. Y por eso quedas con la respiración agitada y roja como un tomate.
Vamos, Agatha, no soy estúpido. Nos conocemos de toda la vida. Isa y tú son mis hermanas, aunque mi madre me haya adoptado, y las leo como la palma de mi mano.
Jamás le habías dado tanto espacio a un hombre como se lo das a San Marco. Te mueve el piso, reconócelo.
—Solo es un idio