Las puertas del hospital se abrieron de golpe.
Lissandro entró corriendo con Anna en brazos, su rostro desencajado, la camisa empapada en sangre.
—¡Necesito ayuda! ¡Ayuda, por favor! —gritó con la voz quebrada.
Dos enfermeros corrieron hacia él con una camilla, y un médico se acercó con guantes ya puestos.
—¿Qué pasó?
—La golpearon, se golpeó la cabeza contra el pavimento —respondió Lissandro con voz ronca—. Está inconsciente, perdió mucha sangre…
—Rápido, a trauma —ordenó el doctor.
Lissandro la depositó con cuidado en la camilla. Su mano se resistía a soltar la de Anna, pero las enfermeras lo apartaron.
—Señor, por favor, déjenos trabajar.
—¡No! ¡Por favor, cuídenla, no la dejen sola!
—Haremos todo lo posible, se lo prometo.
La puerta de urgencias se cerró frente a él.
Lissandro se quedó inmóvil, respirando entrecortado, la mirada fija en esa puerta que acababa de tragarse a su mundo entero.
Joaquín lo alcanzó y lo sujetó por los hombros.
—Tranquilo, hermano…
—¿Tranquilo? —repitió,