11. EL HOGAR ORTEGA

Esa mujer es, sin lugar a dudas, un ser profundamente desagradable. Aunque permanezco atrapada en el interior de Elizabeth, su aura oscura se filtra como humo espeso, imposible de ignorar. Por suerte, no es una bruja. Si lo fuera... prefiero no imaginar las atrocidades de las que habría sido capaz. Hay en ella un halo inconfundible: esa negrura sutil que envuelve los corazones desprovistos de piedad.

Elizabeth lo percibe también. Pero en vez de retroceder, esboza una sonrisa tensa y adopta una actitud altiva, algo que jamás habría creído posible en ella.

—Puedo serlo —me dice con aire contenido—. Desde pequeña me enseñaron a tratar con distancia a las clases inferiores. Lo que ocurre es que, normalmente, elijo no hacerlo.

Subimos las escaleras justo a tiempo para ver a mi Musa deslizándose por una puerta junto al capitán Ortega, su amigo. A diferencia de su madre, ese hombre transmite una nobleza silenciosa... aunque sea un lobo. Qué se le va a hacer: no todos pueden ser perfectos como mi Jaime.

—Puede usar esta habitación —anuncia la señora Enola, demasiado amable para ser sincera—. Todo está dispuesto. Si necesita algo, toque la campana.

—Así será, señora Enola —respondo con una sonrisa que apenas roza mis labios.

Apenas se cierra la puerta, buscamos la cama con desesperación. Este cuerpo, aunque joven, ha sido mimado con ciertos lujos, y tras el ejercicio extra de anoche, clama descanso.

Me resulta extraño bañarme sin música, sin acondicionador, sin jabones perfumados. Ni secador de cabello, ni crema para el cuerpo. Adaptarme a este mundo será un reto mayor de lo que anticipé.

Cuando salimos del baño, siento que he recuperado algo de energía. El momento perfecto para probar algo.

—Veamos si podemos intercambiar lugares a voluntad —le digo mentalmente a Elizabeth—. Dime qué sientes.

Canalizo mi energía hacia un punto en su mente. De inmediato, siento ese tirón peculiar, como si un hilo invisible me arrastrara.

—Es extraño... siento que, si quisiera, podría dormir —responde, confirmando mi teoría.

Yo, en cambio, no siento sueño. Solo ese leve empuje, esa grieta abierta que me invita a salir. Supongo que es natural: este cuerpo le pertenece. Cada vez me convenzo más de que, cuando esta anomalía termine, seré yo quien se quede fuera.

—Dormiré un rato. Despiértame si me necesitas —dice Elizabeth, retirándose al rincón apacible de mi conciencia.

Sí. Podemos dormir desde "el otro lado". Incluso al mismo tiempo, si lo deseamos.

Termino de secarme y entonces lo veo: un espejo de cuerpo entero, robusto, enmarcado en madera que hace juego con la cama. Dejo caer la toalla y me acerco, desnuda, sin pudor.

Elizabeth ha sido bendecida por la Madre Naturaleza: busto generoso, caderas amplias, piel nívea. Es el tipo de belleza que roba miradas y corazones. Con su cabello castaño y esos ojos azules, sería una sensación en mi mundo... tal como lo fui yo.

Me contemplo con una sonrisa cargada de nostalgia. Podríamos haber sido hermanas. O madre e hija, si la vida hubiese sido más amable conmigo.

Me visto con calma, aunque esa cama me llama como un amante paciente. Sin embargo, mi estómago ruge, traidor. Hago sonar la campana y pido algo de comer. No deseo enfrentar la conversación insípida de Enola. Además, la palabra "criada" me resulta ofensiva. En mi mundo suena a humillación.

Tras una comida mediocre, me recuesto. La cama es amplia, demasiado. Perfecta para compartirla... si él estuviera aquí.

—Ahhhh —me quejo en voz alta—. ¡Este silencio me está matando!

Necesito ruido: autos, música, voces. Este mundo es ensordecedoramente silencioso.

Pronto tendremos que emprender un largo viaje en carruaje. Un carruaje... ni siquiera sé si se parece a los que usamos para bodas en mi tiempo. Dudo que tenga la comodidad que espero.

Me revuelvo inquieta. Mi cuerpo arde de energía contenida. Mi Musa me pidió que no usara magia... pero desdoblarme para ir a verlo no es estrictamente magia, ¿verdad?

No quiero perder más tiempo. Quiero verlo. Necesito verlo.

──── ∗ ⋅◈⋅ ∗ ────

El desdoblamiento es un arte sutil, accesible a todos los seres humanos: basta con saber guiar la mente.

Me acomodo en la cama y me dejo caer en ese abismo suave, pero antes de perderme, fuerzo mi conciencia a mantenerse despierta.

Siento cómo el peso del cuerpo se desvanece. Floto. No quiero flotar. Quiero mantenerme cerca del suelo. Anclada.

Espero ver proyectada mi imagen real: una mujer de sesenta y cinco años. Pero no. Frente a mí está mi versión de veinte, envuelta en una bata blanca, sencilla y pura.

Sonrío con un regusto dulce. Tal vez, al estar cerca de cuerpos jóvenes, mi alma también se siente joven.

Atravesando la puerta, desciendo al primer piso. Todo parece en calma. Avanzo hasta la estancia donde vi entrar a mi Musa y su amigo. El salón es sobrio, masculino: muebles de cuero, un escritorio imponente, cortinas beige.

El amigo se ahoga en alcohol y pena. Mi Musa lo acompaña en silencio. Pobre hombre...

Avanzo unos pasos más. La mirada de mi Musa se clava en mí. Le sonrío traviesa, levantando la mano en saludo. Atravieso una de las mesas como si fuera aire.

—¿Quién... qué...? —balbucea, confundido.

Llevo un dedo a los labios, pidiendo silencio.

—¿Qué pasa? ¿Qué miras? —pregunta su amigo, sin verme.

—Tu amigo no puede verme ni oírme —le susurro divertida—. Mucho gusto. Soy Cielo. Tu Cielo.

Le lanzo un beso.

—Nada... creí que vi algo, pero debió ser mi imaginación —miente, desviando la mirada.

Sonrío. Aunque quiera ignorarme, sus ojos me buscan.

—Necesito hablar contigo antes del viaje —le advierto—. Apenas puedas, sube. O me veré obligada a hacer algo mucho más llamativo.

Su expresión es fría. Le disgusta que una mujer tome la iniciativa. Lo adoro por eso. Será un reto irresistible.

De pronto, una sombra veloz cruza el salón. No percibo peligro, solo curiosidad. Lanzo un último guiño a mi Jaime antes de irme.

Sigo a la sombra hasta una sala luminosa. Allí, la señora Enola borda, vigilando discretamente la habitación donde está mi Musa.

—Es toda una arpía... y yo, un perfecto idiota —susurra una voz varonil.

Me giro. Un hombre de porte imponente y aura lupina me observa: el padre del capitán Ortega.

—Vaya, qué mal gusto tuvo —comento, ganándome una sonrisa divertida.

—¿También la mató ella?

Me río. 

—No aún.

—¿Cuánto lleva muerto? —pregunto, por curiosidad.

—Diecisiete años —responde, con resignación.

Sostiene su forma con admirable terquedad. Pero el borde de su figura vibra: una señal de que pronto podría convertirse en algo peor que un espíritu.

—Debes partir antes de que sea tarde —le advierto—. No vale la pena arriesgar la eternidad solo por verla caer.

Él sonríe, sombrío.

—¿Cree que me basta con causarle jaquecas? No. Quiero ver cómo el infierno la reclama.

Entiendo su sed de venganza. Pero no es mi cruz. Me alejo.

Regreso a mi cuerpo y me deslizo en él con cuidado.

No despierto de inmediato. Permanezco en ese limbo hasta que su voz, cálida y cercana, me arranca del reposo:

—¿Qué parte de "sin magia ni cosas raras" no entendiste?

Abro los ojos lentamente, como saliendo de un sueño dulce. Me estiro sobre la cama, indolente.

—Deberías acostarte un rato conmigo —murmuro—. Serías una almohada perfecta.

—¿Qué quieres, bruja?

Su voz es dura. Sus ojos, no. Ellos no mienten. Se deleitan en cada curva de mi cuerpo.

—Verte todo lo que pueda —respondo, sentándome lentamente, la falda mal acomodada apenas cubriendo mis muslos—. Y hacerte una promesa.

Él no dice nada, pero su tensión se siente.

—Voy a resolver los problemas de la duquesa en un mes —digo, mirándolo directo al alma—. Y después... vendré por ti.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP