Esa mujer es, sin lugar a dudas, un ser profundamente desagradable. Aunque permanezco atrapada en el interior de Elizabeth, su aura oscura se filtra como humo espeso, imposible de ignorar. Por suerte, no es una bruja. Si lo fuera... prefiero no imaginar las atrocidades de las que habría sido capaz. Hay en ella un halo inconfundible: esa negrura sutil que envuelve los corazones desprovistos de piedad.
Elizabeth lo percibe también. Pero en vez de retroceder, esboza una sonrisa tensa y adopta una actitud altiva, algo que jamás habría creído posible en ella.
—Puedo serlo —me dice con aire contenido—. Desde pequeña me enseñaron a tratar con distancia a las clases inferiores. Lo que ocurre es que, normalmente, elijo no hacerlo.
Subimos las escaleras justo a tiempo para ver a mi Musa deslizándose por una puerta junto al capitán Ortega, su amigo. A diferencia de su madre, ese hombre transmite una nobleza silenciosa... aunque sea un lobo. Qué se le va a hacer: no todos pueden ser perfectos como mi Jaime.
—Puede usar esta habitación —anuncia la señora Enola, demasiado amable para ser sincera—. Todo está dispuesto. Si necesita algo, toque la campana.
—Así será, señora Enola —respondo con una sonrisa que apenas roza mis labios.
Apenas se cierra la puerta, buscamos la cama con desesperación. Este cuerpo, aunque joven, ha sido mimado con ciertos lujos, y tras el ejercicio extra de anoche, clama descanso.
Me resulta extraño bañarme sin música, sin acondicionador, sin jabones perfumados. Ni secador de cabello, ni crema para el cuerpo. Adaptarme a este mundo será un reto mayor de lo que anticipé.
Cuando salimos del baño, siento que he recuperado algo de energía. El momento perfecto para probar algo.
—Veamos si podemos intercambiar lugares a voluntad —le digo mentalmente a Elizabeth—. Dime qué sientes.
Canalizo mi energía hacia un punto en su mente. De inmediato, siento ese tirón peculiar, como si un hilo invisible me arrastrara.
—Es extraño... siento que, si quisiera, podría dormir —responde, confirmando mi teoría.
Yo, en cambio, no siento sueño. Solo ese leve empuje, esa grieta abierta que me invita a salir. Supongo que es natural: este cuerpo le pertenece. Cada vez me convenzo más de que, cuando esta anomalía termine, seré yo quien se quede fuera.
—Dormiré un rato. Despiértame si me necesitas —dice Elizabeth, retirándose al rincón apacible de mi conciencia.
Sí. Podemos dormir desde "el otro lado". Incluso al mismo tiempo, si lo deseamos.
Termino de secarme y entonces lo veo: un espejo de cuerpo entero, robusto, enmarcado en madera que hace juego con la cama. Dejo caer la toalla y me acerco, desnuda, sin pudor.
Elizabeth ha sido bendecida por la Madre Naturaleza: busto generoso, caderas amplias, piel nívea. Es el tipo de belleza que roba miradas y corazones. Con su cabello castaño y esos ojos azules, sería una sensación en mi mundo... tal como lo fui yo.
Me contemplo con una sonrisa cargada de nostalgia. Podríamos haber sido hermanas. O madre e hija, si la vida hubiese sido más amable conmigo.
Me visto con calma, aunque esa cama me llama como un amante paciente. Sin embargo, mi estómago ruge, traidor. Hago sonar la campana y pido algo de comer. No deseo enfrentar la conversación insípida de Enola. Además, la palabra "criada" me resulta ofensiva. En mi mundo suena a humillación.
Tras una comida mediocre, me recuesto. La cama es amplia, demasiado. Perfecta para compartirla... si él estuviera aquí.
—Ahhhh —me quejo en voz alta—. ¡Este silencio me está matando!
Necesito ruido: autos, música, voces. Este mundo es ensordecedoramente silencioso.
Pronto tendremos que emprender un largo viaje en carruaje. Un carruaje... ni siquiera sé si se parece a los que usamos para bodas en mi tiempo. Dudo que tenga la comodidad que espero.
Me revuelvo inquieta. Mi cuerpo arde de energía contenida. Mi Musa me pidió que no usara magia... pero desdoblarme para ir a verlo no es estrictamente magia, ¿verdad?
No quiero perder más tiempo. Quiero verlo. Necesito verlo.
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El desdoblamiento es un arte sutil, accesible a todos los seres humanos: basta con saber guiar la mente.
Me acomodo en la cama y me dejo caer en ese abismo suave, pero antes de perderme, fuerzo mi conciencia a mantenerse despierta.
Siento cómo el peso del cuerpo se desvanece. Floto. No quiero flotar. Quiero mantenerme cerca del suelo. Anclada.
Espero ver proyectada mi imagen real: una mujer de sesenta y cinco años. Pero no. Frente a mí está mi versión de veinte, envuelta en una bata blanca, sencilla y pura.
Sonrío con un regusto dulce. Tal vez, al estar cerca de cuerpos jóvenes, mi alma también se siente joven.
Atravesando la puerta, desciendo al primer piso. Todo parece en calma. Avanzo hasta la estancia donde vi entrar a mi Musa y su amigo. El salón es sobrio, masculino: muebles de cuero, un escritorio imponente, cortinas beige.
El amigo se ahoga en alcohol y pena. Mi Musa lo acompaña en silencio. Pobre hombre...
Avanzo unos pasos más. La mirada de mi Musa se clava en mí. Le sonrío traviesa, levantando la mano en saludo. Atravieso una de las mesas como si fuera aire.
—¿Quién... qué...? —balbucea, confundido.
Llevo un dedo a los labios, pidiendo silencio.
—¿Qué pasa? ¿Qué miras? —pregunta su amigo, sin verme.
—Tu amigo no puede verme ni oírme —le susurro divertida—. Mucho gusto. Soy Cielo. Tu Cielo.
Le lanzo un beso.
—Nada... creí que vi algo, pero debió ser mi imaginación —miente, desviando la mirada.
Sonrío. Aunque quiera ignorarme, sus ojos me buscan.
—Necesito hablar contigo antes del viaje —le advierto—. Apenas puedas, sube. O me veré obligada a hacer algo mucho más llamativo.
Su expresión es fría. Le disgusta que una mujer tome la iniciativa. Lo adoro por eso. Será un reto irresistible.
De pronto, una sombra veloz cruza el salón. No percibo peligro, solo curiosidad. Lanzo un último guiño a mi Jaime antes de irme.
Sigo a la sombra hasta una sala luminosa. Allí, la señora Enola borda, vigilando discretamente la habitación donde está mi Musa.
—Es toda una arpía... y yo, un perfecto idiota —susurra una voz varonil.
Me giro. Un hombre de porte imponente y aura lupina me observa: el padre del capitán Ortega.
—Vaya, qué mal gusto tuvo —comento, ganándome una sonrisa divertida.
—¿También la mató ella?
Me río.
—No aún.
—¿Cuánto lleva muerto? —pregunto, por curiosidad.
—Diecisiete años —responde, con resignación.
Sostiene su forma con admirable terquedad. Pero el borde de su figura vibra: una señal de que pronto podría convertirse en algo peor que un espíritu.
—Debes partir antes de que sea tarde —le advierto—. No vale la pena arriesgar la eternidad solo por verla caer.
Él sonríe, sombrío.
—¿Cree que me basta con causarle jaquecas? No. Quiero ver cómo el infierno la reclama.
Entiendo su sed de venganza. Pero no es mi cruz. Me alejo.
Regreso a mi cuerpo y me deslizo en él con cuidado.
No despierto de inmediato. Permanezco en ese limbo hasta que su voz, cálida y cercana, me arranca del reposo:
—¿Qué parte de "sin magia ni cosas raras" no entendiste?
Abro los ojos lentamente, como saliendo de un sueño dulce. Me estiro sobre la cama, indolente.
—Deberías acostarte un rato conmigo —murmuro—. Serías una almohada perfecta.
—¿Qué quieres, bruja?
Su voz es dura. Sus ojos, no. Ellos no mienten. Se deleitan en cada curva de mi cuerpo.
—Verte todo lo que pueda —respondo, sentándome lentamente, la falda mal acomodada apenas cubriendo mis muslos—. Y hacerte una promesa.
Él no dice nada, pero su tensión se siente.
—Voy a resolver los problemas de la duquesa en un mes —digo, mirándolo directo al alma—. Y después... vendré por ti.
Una de las comisuras de sus labios se curva apenas, revelando que mis palabras le resultan deliciosamente hilarantes.—¿De verdad? ¿Vendrás por mí?Da dos pasos y se detiene al borde de la cama, mirándome desde lo alto como si esa posición de poder pudiera representar mucho para mí.—Vamos a suponer que "arreglas" lo de la Duquesa. Que, milagrosamente, el Duque no se vuelve loco porque su esposa me quiere en su lecho. ¿Qué te hace pensar que yo iría contigo?Levanto ligeramente una ceja y le regalo una sonrisa ladina.¿Quiere seguir jugando a esto? Entonces juguemos a que lo convenzo, a que no soy su debilidad y a que tiene murallas reales que debo tumbar.Me pongo de pie sobre la cama, ganando altura sobre él. Apoyo una mano sobre su pecho y me inclino, dejando que mis labios rocen su oído como un secreto que solo él merece oír.—Porque nadie te desea, ni te deseará, como yo. Porque lo que siento no es solo hambre de tu cuerpo, sino sed de tu alma. Porque te quiero más allá de la carn
Después de eso, no volví a verlo hasta la despedida.La duquesa se encargó de todo: salida y protocolo cordial. Yo, por mi parte, me concentré en seguir las costumbres, en no desentonar ahora que habría más gente a nuestro alrededor.Resultaba extraño que una escolta me esperara, pero Elizabeth me aseguró que era normal. "Fuera de la residencia del Gran Duque, rara vez estaremos solas", me explicó.Mi musa la acompaña hasta el carruaje. Antes de ayudarla a subir, le toma la mano y la besa, demorándose apenas un instante. Le susurra algo, tan bajo que solo ella puede oírlo:—Dile que la estaré vigilando a lo lejos. Que no quiero saber de cosas extrañas. Y que, en definitiva... no tiene permiso para estar con otro.La duquesa lo mira, sorprendida, pero asiente con una sonrisa genuina.—Lo ha escuchado, Capitán.Ella sube. Antes de partir, lanza una última mirada a la casa. Desde una ventana en el segundo piso, una silueta nos observa: debe ser Marta, la esposa del Capitán Ortega. De man
Me tiemblan levemente las manos, pero debo controlarme. Le pido a la mujer que deje la bandeja sobre la pequeña mesa redonda y se retire. Percibo su desconcierto al ver las prendas sobre la cama, la puerta abierta y la bañera ya preparada. Aun así, no dice una palabra; se limita a hacer una reverencia rápida antes de marcharse.Le acerco su taza. Espero a que haya bebido la mitad antes de levantarme para ayudar a quitarse el calzado.—Se siente muy bien que me atiendas así —dice él, mientras se despoja de la camisa—. Pero yo termino solo, me rinde más. Lo que me urge es verte, desnuda, mi palomita blanca, y estar dentro de ti.Sus palabras son tan gráficas que siento repelús y fuera de eso está el término "palomita blanca", lo detesto. El desgraciado se vanagloria de que fue él quien me desfloró. Desde entonces en la intimidad me dice que soy su "palomita blanca".Aprovechando un descuido, vierto mi té en una matera junto a la ventana y dejo la taza de nuevo en la mesa.—¿Te parece si
Despertamos solas en aquella enorme cama con dosel, entre sábanas que huelen a lavanda y secretos.Elizabeth, con su voz tranquila y bien modulada, comenta que el duque es un hombre de costumbres tempranas. Cada mañana se marcha antes del alba para atender sus negocios, así que —según dice— pasaremos la mayor parte del día solas. Confieso que la idea me complace.— ¿Y sus hijos? —pregunto, aún desperezándome—. Ayer conocí a uno... me falta el otro.Digo mientras ella se levanta y se dirige a una habitación anexa a la que oficialmente es la suya.—Sí, viste a Lord Marcus. Vive aquí con su esposa. En cambio, Lord August, el mayor, reside solo en una casa no muy lejos de esta.—De verdad piensas ponerte eso? —pregunto atónita—. ¿Tonos pastel y moños? Vamos a parecer un maldito regalo de cumpleaños mal envuelto.Se detiene en seco, la tela suspendida en el aire como si la hubiera ofendido.—Por favor, deja de maldecir —me reprende con esa compostura casi angelical suya.Si pudiera poner l
— ¿Cómo que no podemos salir de aquí? Creí que eras la esposa del dueño, no una prisionera —me dice Cielo en cuanto retomamos nuestros lugares.—Se supone que, por seguridad, no debemos hacerlo —le responde con calma—. Por eso siempre debemos llevar escolta.—Pero hay muchos guardias rondando los límites de la mansión. ¿No podrían acompañarnos algunos de ellos? —insiste.Comprendo por qué lo dice, pero no es tan sencillo. Ninguno de ellos se moverá sin la autorización directa del duque, y mucho menos nos dejarán cruzar los portones.—Son normas de seguridad. Para salir, al menos cinco guardias deben escoltarme, y eso reduciría la vigilancia de la mansión. Las salidas deben planearse con anticipación. Además... una dama no puede salir sin su dama de compañía.Mis palabras le parecen absurdas. No tiene que decirlo, lo siento. Sin embargo, guarda silencio.Cielo es fuerte. Nunca había conocido a una mujer como ella, y no me refiero solo a su magia. Tiene esa firmeza serena de quien no nec
El rostro de Lady Catalina perdió todo el color de inmediato. Su marido, sin delicadeza alguna, la tomó bruscamente del brazo y la arrastró al interior de la casa. Mientras tanto, la duquesa Elizabeth solloza con desconsuelo sobre el hombro de su anciano esposo.—La estrategia del momento se llama victimización —le explico a Elizabeth, mentalmente—. Lo que queremos lograr es simple, pero para eso necesitas mostrarte... así. Frágil, dolida. Y tú, querida, eres perfecta para el papel.Por más que lo intente, yo no lograría parecer una mujer golpeada por la vida. Pero Elizabeth solo necesita ser ella misma y contar fragmentos del infierno que ha vivido hoy. Eso basta.—Es tan injusto todo, esposo...Ya en la sala, el alboroto obliga al duque a pedir una toalla húmeda. Una criada corre a buscarla, con la intención de refrescar el rostro de la duquesa y bajar el enrojecimiento del golpe.—Parece que tu esposa fuera Lady Catalina —dice Elizabeth, llorando—. Es ella quien toma las decisiones
— ¿Torturar? —replica con voz temerosa—. No quiero hacerle daño a nadie, no de verdad.Río suavemente, con ese deje entre la burla y la ternura que me provoca su actitud. No sabía si llamarla inocente o sencillamente ingenua.—Cambiemos el término, entonces —propongo—. Llamémoslo atormentar. Ejecutaremos ataques psicológicos contra esa mujer —aclaro, como quien enseña con paciencia.—¿Ataques psicológicos?En serio, si estuviera en control del cuerpo pondría los ojos en blanco. ¿Piensa repetir todo lo que digo? Porque si es así, esta conversación será eterna. Inhalo y exhalo recordándome que este mundo es en algunos sentidos más inocente que el mío y sobre todo las mujeres.—Existen muchas formas de causar daño a alguien y nosotras las mujeres somos expertas en el daño psicológico. Te daré un ejemplo: desde que llegaste a esta casa Lady Catalina no ha dejado de actuar como la dueña y al ser tu más joven que ella, te ha hecho creer que de verdad ella es más importante, más inteligente o
—Parece otra. Hasta la manera en que se arregla ha cambiado. Si no fuera imposible, juraría que no es Lady Elizabeth —comentó una de las criadas, con la voz cargada de veneno y resentimiento.—¿Están insinuando que exige ser tratada como una verdadera duquesa? —pregunté, incrédula.—Así es, mi señora. Por eso acudimos a usted. Para nosotras, la única dueña de esta mansión es usted, no esa... muchacha.No respondí. Me limité a pasar junto a ellas, bajando las escaleras con paso firme. Necesitaba ver con mis propios ojos lo que decían.La Lady Elizabeth que conocí era apenas una chiquilla frágil, incapaz de defenderse, inferior a mí en todo. Desde hace dos años desempeño los deberes que corresponden a la duquesa, y no permitiré que me arrebate mis privilegios solo por calentar la cama de un anciano. Esa ha sido siempre su única utilidad.Salí de mi despacho y me dirigí al jardín, donde me indicaron que se encontraba. La vi a lo lejos y, debo admitirlo, el vestido le sentaba bien. Había a