El día se abrió con un cielo de yeso. La planicie parecía otra tras el cierre: el aire aún olía a polvo, pero ya no llevaba ese filo de vacío que acostumbraba a cortar detrás de los ojos. Kal dio la orden de partida con una seña simple; nadie necesitó palabras. La columna se desplegó en formación de marcha: heridos al centro y los centinelas alados —Naer y los suyos— avanzando a baja altura, velando el horizonte con vuelos cortos.
El mapa era la memoria: hacia el este, Thalen. Allí podrían reponer sal, cuarzo y obsidiana, y pedir audiencia a la sacerdotisa mayor. La piedra de Auren, tibia en la bolsita del cinto de Adelia, acompasaba el pulso con un segundo latido discreto que nadie, salvo ella, notaba.
El suelo crujía bajo las botas. El paisaje se extendía sin árboles ni sombras agradecidas. Una brisa terrosa iba y venía, suficiente para secar el sudor. Kal obligo a Adelia a trasladarse sobre el lomo de los lobos que rotaban cada cierto trecho. De cuando en cuando, ella miraba a Etha