CAPITULO 12

El olor a desinfectante impregnó cada rincón de la sala de espera del hospital. Mariana se mantenía de pie, con los brazos cruzados y la mirada fija en la puerta de la habitación donde Nicolás seguía en coma. Dos días. Dos días sin escuchar su voz, sin ver sus ojos abiertos, sin sentir el calor de sus pequeñas manos aferrándose a las suyas. Su hijo, su pequeño Nicolás, yacía en esa cama fría, conectado a máquinas que parecían reemplazar sus funciones vitales.

Sintió un nudo en la garganta cuando la ansiedad la golpeó con fuerza. No había probado bocado desde que lo ingresaron de emergencia, y aunque su cuerpo comenzaba a fallarle, su mente solo podía concentrarse en una cosa: que Nicolás despertara.

—Mariana, necesitas comer algo —insistió Andrés, acercándose con un café en la mano.

Su voz era firme, pero en su mirada se reflejaba la misma preocupación que ella sentía.

—No tengo hambre, Andrés —respondió sin voltear a verlo—. Solo quiero que Nicolás despierte y saber que todo está bie
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