El día del despertar amaneció con un aire distinto. Desde que abrí los ojos, supe que nada volvería a ser igual. El campamento estaba más vivo que nunca: voces, risas, el olor a hierbas ardiendo en los braseros, los cánticos de preparación. Todo parecía girar en torno a mí, y eso me hacía sentir tanto orgullo como vértigo.
No me dejaron sola ni un instante. Apenas salí de mi casa, tres mujeres de la manada —ancianas y jóvenes por igual— me tomaron de las manos con sonrisas cómplices.
—Hoy es tu día, Amelia —me dijo Teyla, la mayor de ellas, con ojos que parecían leerme hasta el alma—. No debes temer. La Diosa de la Luna guía a sus hijas.
Yo asentí, aunque el corazón me latía desbocado. Me llevaron a una tienda adornada con telas blancas y ramas frescas de lavanda. El aire olía dulce, casi embriagador, y dentro me esperaba una tina de agua caliente con pétalos flotando en la superficie.
—Un baño de luna —explicó otra de ellas mientras me ayudaba a desvestirme—. Purificará tu cuerpo y a