C3- MOMENTO DE HUIR.
Anya se abrazaba a sí misma con tanta fuerza que sus uñas se hundieron en la piel de sus brazos, dejando marcas rojas que ardían, aunque ese dolor físico no se comparaba con la agonía que la consumía por dentro.
Levi se levantó de la cama de Aidan con una calma obscena. Se vistió despacio, con la meticulosidad de alguien que se prepara para una reunión insignificante. El clic metálico del cinturón al ajustarse hizo que el estómago de Anya se contrajera de golpe.
—Siempre igual —murmuró mientras se peinaba el cabello—. Insípida. Frígida. Una muerta en la cama.
Anya tragó saliva, pero el sabor de él seguía impregnado en su garganta. Las lágrimas rodaron sin pausa, marcando surcos oscuros de rímel en sus mejillas.
No las limpió.
Dejo que se quedaran ahí, como prueba de la suciedad que la habitaba ahora.
—La próxima vez… —agregó tomando el pomo de la puerta—, al menos finge. Pareces una momia.
Ella cerró los párpados, pero las imágenes no se borraron: sus manos ásperas sobre su piel, su respiración ardiente en el cuello, su peso aplastándola contra el colchón de su hijo.
Dios… la cama de Aidan.
Un sollozo escapó de lo más hondo de su pecho y él ni siquiera se inmutó, abrió la puerta, pero se detuvo nuevamente y la miró.
—Ah, y Anya… —señaló el desastre a su alrededor—. Limpia esto. No quiero que Aidan vea a su mamá convertida en un animal.
La puerta se cerró y entonces, solo entonces, ella dejó escapar el grito que había estado ahogando desde que él tocó la perilla. Un alarido mudo, nacido en las entrañas, que se estrelló contra las paredes de esa habitación que nunca volvería a ser la misma.
Lloró en silencio, cuidando que su hijo no la escuchara.
Pero cuando logró calmarse, tomó una decisión: no podía quedarse, tenía que huir, con Aidan.
Una hora después, cerró la cremallera de la mochila con un tirón seco. No importaba si olvidaba algo, no podía darse el lujo de revisar. Dentro había puesto lo esencial: algo de ropa para Aidan, los documentos, los suyos, un fajo de billetes arrugados que era todo su dinero… y el miedo.
Pero el miedo no necesitaba espacio, ya venía cosido a su piel, incrustado en cada hueso, latiendo en sintonía con su corazón desbocado.
—Aidan —susurró—. Ponte la chaqueta, amor. Rápido.
Él niño obedeció sin cuestionar y la miró con esos ojos enormes que todavía no entendían, pero confiaban. Ella intentó mantenerse firme, erguida, con la calma de una madre que protege, aunque por dentro era solo un temblor, un volcán a punto de estallar.
Tomó la mano de su hijo y lo condujo hasta el ascensor y cuando llegaron a la calle, un taxi esperaba en la acera. Subió con Aidan en sus brazos y le indicó al conductor una dirección.
Cuando el auto arrancó y se unió al tráfico, fue cuando dejó escapar el aire contenido. Sabía que no era el final, solo el primer paso, pero era algo. Abrazó a su hijo, que apoyaba la cabeza en su pecho con total confianza.
—¿Mami, la abuela nos está esperando?
—Claro que sí, amor —respondió, besándole el cabello—. Nos está esperando.
Ella miró por la ventana, viendo la ciudad difuminarse en luces y sombras. Sus pensamientos, sin embargo, seguían atrapados atrás, en esa casa que había sido cárcel disfrazada de hogar.
Y la rabia la golpeó de pronto.
¿Cómo había sido tan ciega, tan ingenua?
Conoció a Levi el funeral de su padre y dos meses después ya le pedía que fuera suya, y ella, rota y vulnerable, había dicho que sí.
Se tragó el cuento entero.
Se mordió el labio hasta sentir el sabor metálico de la sangre y no supo sabía si odiaba más a Levi, el arquitecto de su ruina, o a sí misma, que se había entregado voluntariamente.
Pero al mirar a Aidan, esa rabia se convirtió en ancla.
—Voy a protegerte, mi amor. —Musitó besándole la frente —Te lo juro por mi vida.
Lo apretó contra ella y fue entonces cuando lo notó. La piel de su hijo estaba demasiado caliente, llevó la mano a su frente y sintió un calor febril, anormal, que no había estado ahí antes.
—Aidan… —lo sacudió suavemente, con el pánico creciendo en su estómago—. Aidan, ¿estás bien?
El niño no respondió, su cuerpo estaba flácido y su rostro se veía pálido.
—¡Aidan! —repitió con desesperación—. ¡Cariño, mírame, por favor!
Un terror primario la atravesó y sin perder tiempo, se inclinó hacia adelante, sobrepasando el respaldo del asiento delantero.
—¡Por favor, cambie de ruta! —gritó al conductor—. ¡Lléveme a un hospital! ¡Al hospital más cercano, YA! ¡SE LO IMPLORO!