El aire en la sala era espeso, cargado de una electricidad que no se sentía desde antes de la llegada de los bebés. Isabella se movía con una gracia deliberada, cada gesto una insinuación, cada mirada una promesa. Jacob y Owen, como dos lobos acechando una presa que anhelaban pero respetaban demasiado para embestir, comenzaron a responder. No con palabras, sino con un contrajuego igual de sutil y cargado de intención.
Isabella se inclinó sobre la cuna de Mateo Benjamín para ajustar su mantita. El escote de su blusa se abrió levemente, revelando el borde de encaje burdeos. Desde el sofá, Owen dejó de fingir que leía su libro. Su mirada, usualmente cálida y serena, se volvió intensa, oscura. No miró directamente, sino que dejó que su vista se deslizara por la curva de su espalda, por la línea de su cuello, con una lentitud que era casi un tacto físico. Cuando Isabella se enderezó y encontró sus ojos, Owen no desvió la mirada. Le sostuvo la vista, y una esquina de su boca se curvó en una