Jacob asiente. Lentamente. Un movimiento casi imperceptible, pero Owen lo capta. No es un asentimiento de acuerdo. Es un asentimiento de reconocimiento. De "he entendido el mensaje". De "sé que la pelota está en mi tejado". Pero no hay certeza en ese gesto. Solo hay... resignación temerosa.
Y en ese momento, Owen, el puente, el sostén, el pacificador, siente una fatiga tan profunda que le pesa en los huesos. Ha sostenido el equilibrio durante cuarenta días. Ha amado a ambos con una fidelidad inquebrantable. Ha cuidado de los tres milagros que juguetean en la manta. Pero ahora... ahora solo puede esperar. Y rezar. Rezar para que el hombre al que ama, el padre de sus hijos, encuentre la valentía que Isabella le está exigiendo.
Porque si Jacob falla ahora, Owen no sabe si incluso su amor infinito podrá volver a unir lo que se rompa. La roca ha hablado. Y el eco, en el silencio de la casa de las colinas, suena a sentencia pendiente.
El salón está bañado en la luz dorada del atardecer. L